domingo, 21 de diciembre de 2025

Alguien estaba poniendo el mantel

- Yo ya no celebro nada - oí ayer que le decía una señora a un jardinero del parque. El hombre estaba metido hasta la cintura en el estanque con un traje verde de goma. De esos que se ponen los pescadores para entrar en el río. Llevaba un tubo grueso al hombro. Creo que iba a limpiar el fondo.

- ¿Y por qué no? - respondió él avanzando por el agua con poca seguridad. La señora caminaba en paralelo por el sendero. Creo que se conocían. Ella llevaba un perrito pequeño, de pelo rizado y blanquísimo. Con ojos muy oscuros y un hociquito pequeño y brillante.

Me paré disimuladamente mirando hacia otro sitio. Quería oír la respuesta de la señora.

- Por las ausencias, Ismael... - dijo ella.

- Pero mujer, si ellos también lo celebran - respondió el jardinero.

- ¿Pero qué dices? Anda, anda... - dijo la señora apartando la mirada.

- Que sí, mujer - el tal Ismael se detuvo y señaló al cielo - Para ellos las ausencias somos nosotros. Pero como saben que iremos llegando, no dejan de celebrar sus cosas.

La mujer no respondió nada. Bajó la mirada y su perrito cruzó sus ojos negrísimos con los de ella.

Reanudé mi paseo. Había estado lloviendo todo el día y la tarde iba dejando su luz plomiza en el empedrado del suelo. Pronto se encenderían las farolas.

Pensé en lo que había dicho aquel hombre.

Y me imaginé a mi abuelo con su jersey de ochos y su risa reverberando en ese lugar del que había hablado Ismael. Y con él, a mi padre. Y a mi otro abuelo con su traje blanco impecable y su fino bigote. Mis abuelas. Y a todos los de antes. Los marinos y los pintores. Los escritores. Mis ancestros tagalos. El violinista de París y mis bisabuelos pasteleros. Todos.

Entonces recordé algo que siendo muy niño me había dicho mi abuela en una inesperada tormenta de agosto en Málaga. Los truenos hacían vibrar el cristal de las ventanas y los relámpagos iluminaban el corredor. El resplandor dibujaba sombras que después desaparecían.

- Son las personas que ya no están - me dijo cogiéndome en brazos y acercándome a la ventana - Ahí arriba, ¿ves? A veces hacen fiestas. 

Ese recuerdo de infancia me hizo sonreír.

Me subí el cuello del abrigo. Empezaba a soplar un viento frío que hacía remolinos ocres de hojas muertas a los lados del camino. Miré hacia arriba. El cielo comenzaba a cubrirse de nuevo con unas nubes jaspeadas en gris.

O tal vez era, simplemente, que alguien estaba poniendo el mantel.

Feliz día.

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