Por Luis Vicente León | 1 de octubre, 2017
La respuesta racional a la crisis sería abrir mercados, sincerar la economía, ajustar precios, estimular el aparato productivo y negociar para restablecer la institucionalidad y los derechos de la población a expresarse con elecciones libres transparentes, universales, directas y secretas. Si esta es la respuesta oficial tomará algún tiempo rescatar los equilibrios, pero la moneda y la economía se estabilizarían. Si el gobierno hace lo contrario, es decir lo que ha hecho hasta ahora, el resultado será mucho peor que lo que hemos vivido.
La devaluación es la consecuencia natural de hacerlo mal. En los debates académicos los economistas presentan sus análisis del problema y explican el impacto que tiene sobre la moneda la creación de dinero sin respaldo, la pérdida de reservas internacionales, los desequilibrios causados por la caída de la oferta interna de divisas, vinculada a la reducción del precio del petróleo y la producción de PDVSA; las manipulaciones de los operadores cambiarios ilegales (que se producen por la falta de transparencia que genera el control). Como si fuera poco, ahora añadimos el impacto de las sanciones financieras internacionales, que debilitan la generación de ingresos de la nación, produciendo mayores desequilibrios entre oferta y demanda de dólares. Todo eso se traduce a una sola variable fundamental: confianza.
Todo lo que hemos descrito, unido a la crisis política, social e internacional del país, afecta la confianza de los agentes económicos, incluyendo al venezolano común. Si no confían en que las autoridades son capaces de hacer lo que hay que hacer para rescatar el valor de la moneda, garantizar el funcionamiento adecuado del país, preservar la producción y la oferta de bienes y servicios, evitar las tentaciones de crear dinero artificial para financiarse con papelillo y ajustar sus gastos para adaptarse a su nueva situación de flujo de caja, entonces es natural que los tenedores de capital, las empresas y las personas que generan y acumulan bolívares sientan que estos van a perder valor a una velocidad exponencial, amenazando su patrimonio.
Si la expectativa es que sus bolívares valdrán cada vez menos intentarán protegerse. Salen de ellos y los canjean por moneda dura, llámese dólar o euros, incluso rupias, rublos, yuanes, pesos o lo que sea, en las que el mercado tiene una confianza infinitamente mayor que en el bolívar. El tema es que la oferta de esas divisas es restringida y su mercado interno es enano, por lo que la presión de demanda de los actores desesperados por protegerse impacta el precio día a día. Esto, amplificado por los agentes cambiarios interesados en tomar ventaja de la distorsión, crea una bola de nieve que se lleva por el barranco a la moneda nacional.
El tipo de cambio enloquece y la devaluación es salvaje e imparable. Los agentes que no quieren quedarse con sus bolívares y no consiguen divisas buscan bienes duraderos y presionan sus precios, adelantan las compras de insumos, materias primas y comida, y así se agrava la escasez. La inflación se desborda y refuerza la pérdida de valor de la moneda, la confianza empeora y volvemos a empezar el ciclo de destrucción económica en el que estamos.
No se puede decretar el rescate de los equilibrios. No se recupera la confianza agrediendo a los agentes económicos o internacionales. No se rescata la producción apresando productores. No gana valor la moneda aislándose internacionalmente, ni bloqueando elecciones. Y si esa es la respuesta oficial a la mamá de las crisis la respuesta a la pregunta ¿dónde va a para el dólar? es demoledora: Al infinito…y más allá.
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