Una de las mejores frases escritas por Bob Dylan es la que ocupa ese verso de Absolutely Sweet Marie que dice: “Para vivir fuera de la ley, debes ser honesto”. En ella se encierra una pequeña pero valiosa reflexión sobre la moral y la legalidad, cuyos límites no siempre coinciden. Incluso para ser un delincuente, observa el cantautor, se debe respetar al menos cierto código ético. Honestamente, me gustan esas frases imposibles que contienen, sin embargo, cierta verdad. Constituyen por sí solas diminutas porciones de literatura. Otra cosa, claro, es que sean suficientes para ganar un Nobel.
La canción —la frase, por tanto— se incluye en su álbum de 1966 Blonde on Blonde, que cierra la trilogía de la electrificación de Dylan junto con Bringing It All Back Home y Highway 61 Revisited, ambos publicados el año anterior, y es considerado por crítica y público como uno de los mejores discos de la historia del rock. No parece sencillo rebatir esa afirmación. Cualquier álbum que contase entre sus canciones con Visions of Johanna, Just Like a Woman o Sad Eyed Lady of the Lowlands se merecería formar parte de esa categoría.
Durante esos dos años, Dylan escribió la primera de sus obras literarias, Tarántula, aunque su publicación se retrasó hasta 1971 debido al accidente de moto que sufrió el cantante en 1966. El libro, a medio camino entre la poesía y la prosa, se vendió como una suerte de monólogo interior mediante el que el autor, valiéndose de algo parecido a la escritura automática, reflejaba en el papel de forma instantánea el torrente libre de sus pensamientos. Un método narrativo que suele denominarse “flujo de conciencia” y al que unas décadas antes habían recurrido autores como William Faulkner, Virginia Woolf o James Joyce. En el caso de Dylan, no obstante, el resultado fue un disparate.
El libro está hecho de ruido. Es a la literatura lo que el Metal Machine Music de Lou Reed es a la música. Sus páginas están atiborradas de una mampostería fea y apelmazada de palabras que parecen haber sido colocadas al azar. Cada párrafo es un batiburrillo de imágenes inconexas que se van sucediendo sin orden alguno hasta apelotonarse contra los márgenes, dejando al lector con la sensación de que no está entendiendo absolutamente nada. Algo que sucede, de hecho, porque no hay nada que entender.
Lo que sea
“Aretha, la reina del jukebox cristalino de himnos y él difuso en una herida ebria de transfusión ponen atención a la dulce onda sonora tullida y saludan a gritos a oh la gran cinta especial de El Dorado y a tu magullado dios personal pero ella no puede ella la líder de aquel a quien tú sigues, ella no puede ella no tiene espalda ella no puede”. Ésta es la frase que abre el libro. Esta otra es la que lo cierra: “Pídele un favor de papel y te da un poema geranio… ¿Chicago? ¡La carnicera de cerdos! ¡Empacadora de carne! ¡Lo que sea! ¿A quién le importa? ¡Es igual en Cleveland! ¡Igual en Cincinnati! Le di una cereza a mi amor. Claro. ¿Te dijo qué gusto tenía? ¿Qué gusto? ¿También le diste una gallina? ¡Idiota! No me extraña que quieras empezar una revolución”. Todo lo que hay en el medio es igual. Tarántula es, a todas luces, la obra de un bufón. O peor aún, de un diletante.
Cuatro décadas más tarde, en el año 2004, el penúltimo nobel de literatura publicó su segundo libro, Crónicas, Volumen I. Se trata de la primera parte de una autobiografía en la que el músico registra con cierta habilidad algunas etapas de su vida. En una entrevista para Rolling Stone publicada en 2012, Dylan confirmó que estaba escribiendo la segunda parte y que ésta, finalmente, se centraría en los primeros años de su carrera musical. En fin, no hay mucho más que añadir. Es una autobiografía y está bien redactada. Keith Richards y Johnny Ramone también escribieron las suyas y no les dieron el Nobel.
Pero a Dylan sí. Se lo dieron en 2016 “por haber creado una nueva expresión poética dentro de la gran tradición americana de la canción”. Es decir, se lo dieron por las letras de sus canciones. Un formato que se integra dentro dentro de la propia música y de la que es inescindible. Y aunque desde lejos se le pudiera parecer, no tiene nada que ver con la poesía. Las letras de las canciones están pensadas para una determinada métrica, de tal forma que se ajusten a la melodía. Su prosodia responde a criterios distintos, fundamentalmente relacionados con la sonoridad de la canción. Sin música, se quedan a medias. “Son distintas a la literatura; están hechas para ser cantadas, no leídas”. La frase no es mía. Es de Bob Dylan.
Mejor canciones que libros
Pero es que al cantante estadounidense ni siquiera se le puede considerar el mejor letrista de la historia. Es un genio del rock y el folk, de eso a nadie le cabe duda. Por sus composiciones, por sus letras e incluso por su manera de interpretar. Bob Dylan es mucho más que la suma de sus elementos. Pero considerando aisladamente sus letras, es injusto y exagerado concluir que se trate de un poeta. Tiene buenas frases, como la de Absolutely Sweet Marie, y eso es todo. Alguien dijo una vez que Dylan era un gran escritor de canciones, pero no era un gran escritor. No se puede resumir mejor.
Sin embargo, fue galardonado con el Nobel de Literatura. No asistió a la ceremonia oficial de entrega, pero recogió el premio cuatro meses después en una reunión con los miembros de la Academia Sueca en Estocolmo. En junio de 2017, sobre la bocina, envío el discurso de aceptación —ingresando así, de paso, los 819.999 euros del premio—, que comienza con una frase reveladora: “Cuando supe que había obtenido el Premio Nobel, me surgió la pregunta de cómo se relacionaban exactamente mis canciones con la literatura”. Para colmo, fue acusado de haber plagiado en el discurso algunas frases sobre Moby Dick de la web SparkNotes, que ofrece resúmenes de libros para estudiantes. Un ridículo espantoso.
El sablazo
Ahora, Bob Dylan publica el tercer texto de su carrera como escritor. La edición corresponde al sello Simon & Schuster, perteneciente al grupo de comunicación CBS. En el libro se recoge el discurso mediante el que el músico, precisamente, aceptó el Premio Nobel de Literatura hace unos meses. Su extensión es de 32 páginas. Treinta y dos. Incluye una edición limitada de cien copias de tapa dura numeradas y firmadas por el autor. El precio de ésta es de 2.500 dólares cada ejemplar.
La editorial se estará frotando las manos. Y hacen bien, seguramente se convertirá en un bestseller. Pero a mí todo esto me molesta. Me molesta que el premio nobel de literatura del año pasado publique el tercer libro de su carrera —sobre todo tratándose el primero de un esperpento y el segundo de una autobiografía— y éste consista en el propio discurso de aceptación del premio. En treinta y dos páginas. Eso es lo que nos ofrece el penúltimo nobel de literatura.
Tal y como yo lo veo, toda esta pantomima, desde que se anunció que el premio en 2016 era para Bob Dylan hasta la entrega in extrema res del discurso, pasando por la ausencia del premiado en la ceremonia y la aceptación del premio en privado, ha rayado en la falta de respeto. Que ahora Dylan anuncie la publicación de un nuevo libro y éste consista en el discurso de aceptación del premio me parece directamente una broma de mal gusto.
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