La edición del 50º aniversario del 'álbum blanco' revela a un grupo creativamente pletórico que ya empezaba a resquebrajarse
Los Beatles, en una imagen promocional de 1969 |
DIEGO MANRIQUE
La fecha es el 9 de noviembre. Se publica la edición del 50º aniversario del doble blanco, cuyo nombre oficial era simplemente The Beatles. Se trata de una nueva mezcla, realizada por Giles Martin y Sam Okell, a la que se han añadido las maquetas acústicas grabadas en la casa de George Harrison; estará disponible en vinilo (cuatro elepés) y CD (tres discos compactos). Para los insaciables, saldrá una caja super de luxe: seis CD, que contienen todo lo anterior más tres compactos dedicados a unas 50 tomas provisionales, jams y descartes de las mismas sesiones; un Blu-ray adicional juntará cuatro mezclas distintas –PCM, DTS-HD, Dolby, monoaural- del álbum original. Todos los soportes llegan con precios de alta gama, como es habitual con los lanzamientos de Apple Corps Ltd.
1968 fue otro año vertiginoso para los Beatles. Tras las fantasías de Sgt. Pepper, decidieron volver a sonar como un grupo. Aprendieron a manejarse en mesas de ocho pistas, en los estudios Trident (EMI se tomaría su tiempo en adoptar la nueva tecnología). Planearon un concierto “pacifista” que no llegó a materializarse. La gran experiencia fue la estancia en el norte de la India, en el pintoresco centro del Maharishi Manesh Yogi en Rishikesh; para consternación de Harrison, el único que se comprometió con aquellas creencias orientales, John Lennon y Paul McCartney aprovecharon para componer sin parar, ironizando incluso sobre las muy terrenales tentaciones del gurú. A la vuelta, en la casa de George, en un ambiente de camaradería y colaboración, maquetaron 27 temas en clave desenchufada.
Así que la fuente no se había secado. No obstante, se advertían nubarrones en el horizonte. Tras la muerte en 1967 de su descubridor, Brian Epstein, no había nadie al volante, capaz de echar el freno si fuera necesario. Se embarcaron en Apple, un experimento empresarial que McCartney definió como “comunismo occidental”. Según Harrison, siempre sensible a las cuestiones económicas, Apple degeneró en “un asilo para lunáticos”.
Según avanzaba 1968, el concepto de grupo comenzaría a resquebrajarse. Se distanciaron hasta físicamente: Paul, antes el miembro sociable y cosmopolita, pasaría temporadas en su remota granja de Kyntire, en Escocia. Para sorpresa general, John introdujo en las sesiones a su nuevo amor, Yoko Ono, que pronto quiso participar, opinando y cantando. Hasta el afable Ringo Starr se hartó y dejó el grupo durante unos días.
¿Qué pasó? Esencialmente, y eso se notaría en la naturaleza fragmentaria del doble blanco, cada cual empezó a funcionar por su cuenta, por ego y conveniencia. El menos ambicioso creativamente, Ringo, se sintió humillado al encontrarse con partes de batería grabadas por McCartney. Este, mucho menos diplomático de lo que aparenta, también siguió alimentando el resentimiento de Harrison al mostrarse displicente con sus aportaciones. Y el líder nominal del cuarteto, Lennon, parecía más preocupado por explicar a su novia la naturaleza exacta de su trabajo: recuerden que Yoko le aseguró que nada sabía de los Beatles.
Hicieron canciones que terminarían saliendo en sus discos en solitario. Probaron piezas que luego cederían a amigos de Liverpool, como Jackie Lomax (Sour Milk Sea) y Cilla Black (Step Inside Love). Y se desengrasaron tocando éxitos añejos tipo Blue Moon o St. Louis Blues.
El resultado final fue un disco desquiciado, que incluía rock duro y ñoñerías, bromas y confesiones a calzón quitado, ejercicios de estilo y explosiones viscerales, melodías elegantes y un collage nada pop (el fascinante Revolution 9). A todo esto, eran conscientes de que estaban bajo la atenta mirada del mundo: Lennon cantó diferentes Revolution, alternando entre la invocación de un cambio de mentalidad y la revuelta violenta. La segunda parecía ser la opción de Harrison en su venenoso Piggies, una canción que quedaría manchada por ser entendida por el monstruoso Charles Manson –junto a Helter Skelter- como consigna para provocar una guerra racial.
Al mismo tiempo, se trataba de un disco liberador para sus coetáneos: una invitación a atreverse con todo. Sus colegas entendieron que los Beatles se desprendían de su imagen de simpáticos entretenedores para explorar rincones obscuros: Lennon evocaría a su madre muerta en Julia, al igual que McCartney haría en Let It Be (que, ahora descubrimos, se ensayó en las sesiones del álbum blanco). Contagiados por el espíritu ceñudo del underground, la citada Helter Skelter se grabó en versiones extensas.
Con todo, excesos y caprichos quedaron aparcados y, excepto por las ediciones piratas, no han visto la luz hasta ahora. John y Paul hicieron la criba final y la ordenación de las canciones en una sesión maratoniana de 24 horas, donde no estuvieron ni George ni Ringo (pero sí el sufrido George Martin, cuyo equipo vivió la elaboración del doble como un calvario). En la selección, obedecieron a sensatos criterios comerciales, aunque la heterogeneidad del repertorio garantizaba que el resultado sería caleidoscópico, resbaladizo, abundante en contrastes y sorpresas.
Hasta la portada blanca, concebida por el artista Richard Hamilton, parecía sugerir un futuro abierto: ya no somos la Banda del Sargento Pimienta, nos hemos emancipado (de Epstein, y pronto lo harían de Martin) y estamos sometidos a fuerzas centrífugas que –más pronto o más tarde- acabarán con esta bonita aventura.
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