miércoles, 12 de diciembre de 2018

Kirk Douglas: 20.000 leguas de viaje diplomático Publicado por Javier Caballero


Apareció de nuevo, oh, prodigio. En silla de ruedas y sin revólver. El actor, ciento dos años de macho alfa, asistió a una gala que fue alegato feminista contra esos productores, directores e intérpretes que no entienden que el «no» es «no». Un año antes, en su gran fiesta-efeméride en Los Ángeles, estuvo Spielberg y otros colegas más jóvenes, claro. Debieron acudir Carlos Saura y Rafaela Aparicio, por aquello de que papá cumplía cien años. Tararabuelo Kirk Douglas sopló una vela hecha con la cera de un siglo. El mito aún da la cara. Acaba de acompañar a su vástago —un canoso Michael— a que descubra su estrella en el Paseo de la Fama. Tozudo y milagroso, el destino no le alcanza. Kirk Douglas ha hecho trizas más de cien calendarios. Solo le mira por encima de un hombro sin demasiado calcio Olivia de Havilland, récord de longevidad para otra leyenda vivita. Su obituario periodístico no se exhuma todavía de la carpeta que lleva por nombre «nevera». Lleva criogenizado en la sección de opinión de los periódicos unos treinta años. Se escribió a la vez junto al de Juan Pablo II y el de Billy Wilder, como vi teclear al mitómano Alfonso Basallo, antiguo jefe de opinión del diario El Mundo,hace unos lustros. Cada cierto tiempo y por aquello de las prisas del cierre, alguien en los diarios de papel recuerda actualizar esta necrológica que aún no es.
Kirk vive. Enganchado a este mundo cruel. Aún opina y analiza (detesta a Trump, demócrata recalcitrante), aunque ya solo tenga magro su pasado. Se le ha muerto hasta el comandante cubano con mortaja de chándal Adidas. Matusalén de programa doble, icono de la era fastuosa de Hollywood, Douglas salió airoso de la Segunda Guerra Mundial por unas amebas en las tripas (licenciado señor alférez y a casita); salió airoso de un padre desertor de la guerra ruso-japonesa que fue trapero en Ámsterdam (el de New York), por aquel entonces la mayor fábrica de alfombras del mundo. Salió airoso de los desprecios por ser jewish y pobre, un «don nadie» en la meca de los don nadies, donde de pobreza tan abyecta y abisal solo se podía emerger. «Como judío, tendrás que ser el doble de bueno para salir adelante en la vida», le aconsejaron. Recadero, camarero, universitario, promesa de la lucha libre… Ha sobrevivido a un accidente de helicóptero y a Stanley Kubrick, a su querido hijo Eric que falleció en 2004; a una embolia, a amagos de infarto que fueron meras indigestiones, a genuflexiones varias pese a dos rodillas de titanio (un profesor sobón durante su primer viaje a México). Su anatomía, libre de cualquier tatuaje por decisión propia, es la arrugada hemeroteca de la centuria de los tanques y las naves espaciales, el horror y el goce tontaina, la asunción del demonio capitalista, los mass media, el cine y el rock and roll.
De una beca en la Academia Norteamericana de Arte Dramático de New York saltó a las candilejas de Hollywood. Su irrupción se maceró en apenas seis años, entre 1935 y 1945. El resto de su peripecia, un transitar por la senda del material con el que se fabrican los sueños. «Hacer películas es una forma de narcisismo», solía repetir. Siempre fue actor atormentado y volcánico, tierno cínico con escasa habilidad emocional, el hiératico héroe de posguerra para un Hollywood que nunca acabó de entronizarle como sí hizo con GrantCooperStewartWayneNewman o incluso Brando. «Nunca fui un tipo popular. Siempre me asombra cuando oigo decir que alguien piensa que soy un hijo de puta», confiesa en su autobiografía El hijo del trapero (Ediciones B, 1988). Le arañaban los recuerdos de una niñez desoladora en el más pútrido Manhattan. Tuvo que visitar al psiquiatra cuando ya era una celebridad para aventar tantos fantasmas.
Su hoyuelo es diván y sumidero que engulle toda la historia pop del siglo XX y su historicismo de mentirijillas. Una máquina del tiempo que mezcla vikingos, tentáculos gigantes y submarinos de Disney, pistoleros polvorientos con bigotillo, campos de Arles con oreja amputada, desertores de guerra, periodistas maravillosamente amorales o regresos a Ítaca mientras las sirenas te invitan a la última. El gran carnaval del cine se enterrará con los últimos clavos de su ataúd, ahora que las cenizas al viento las prohíben tanto el judaísmo como el papa argentino. Los hagiógrafos cursis comentaban en los sesenta que «su talento empieza en sus zapatos y se prolonga más allá de las estrellas». Es cierto. No faltó ni mala película cósmica en su filmografía, Saturno 3 (1979), junto a una riquísima Farrah Fawcett y un androide desobediente que atendía de mala gana al nombre de Héctor. De memoria nos sabemos quotes del comprometido Espartaco que despedazaba la listas negras de McCarthy, del Van Gogh estallando frente al espejo, del amoral productor y del íntegro oficial francés que justifica dejar el frente. Cómo olvidar al vaquero burlón y al ídolo de barro que acarició tres Óscar y que tocó a 1mil mujeres. De momento Issur Danielovitch «Demsky» —Kirk es un barbarismo artístico que se traduce como «Iglesia Presbiteriana» en escocés— solo ha palmado de mentira. Y la muerte más emocionante la rodó Richard Fleischer en Los Vikingos (1958): un drakkar hecho catafalco sobre el que llueven flechas de fuego. La entrada real en el reino de la Valhalla aún debe esperar.
Los vikingos (1958). Imagen: United Artists.
Echando la vista atrás, todo lo conseguido le ha sabido a poco. Sobre todo porque fracasó en los neones de Broadway con la obra Alguien voló sobre el nido del cuco, en 1963. Esa frustración aún le martillea la sesera. Sin embargo pudo hacer hecho carrera por otros derroteros aún más enloquecidos que un frenopático. Más de un consejero le planteó que entrara en política a finales de los setenta. Casi le convencen de pasarse a la retórica en plena cresta de popularidad y justo antes de que las ojivas nucleares apuntaran a la momia de Lenin y al Madison Square Garden. Fue incluso el propio JFKquien le conminó in pectore a que viajara fuera de Estados Unidos a hacer campaña por el país y generar una imagen positiva antes de que se tensara la política al borde del abismo, gélido conflicto contra el enemigo comunista repletito de tahúres de las relaciones internacionales jugando al ajedrez en el desfiladero.
Tras el magnicidio de Dallas, como póstumo deseo, fue citado el 30 de abril de 1964 por el Congreso para ser investido embajador de buena voluntad en nombre del Departamento de Estado y del Servicio de Información de Estados Unidos. No podía ser candidato a la Presidencia del país ni elegible para la Corte Suprema puesto que había confesado haber viajado a lomos del LSD y haber comulgado con cocaína en fiestas en Malibú —«un famoso astro me enseñó a usar una pajita o enrollar un billete de dólar para aspirar una línea de polvo blanco. Experimenté un leve efecto eufórico que no duró mucho. Tuve que volver a esnifar. Lo hice varias veces y me pareció demasiado trabajo para tan poca compensación»—. La elección de Kirk como embajador atendió a su fama planetaria, su campechanía y su saber estar en todo tipo de ambientes y ante todo tipo de personalidades, ya fueran egregias o de baja estofa. Un mimetismo social del estilo de nuestro rey emérito, hoy de gira haciéndose selfies junto a los menús degustación de esta España nuestra, cocido de Vallecas incluido.
Con un salario por película que rebasaba los trescientos mil dólares, en veinticinco años Douglas visitó decenas de países, convirtiéndose en un impostado experto de las relaciones internacionales. Se mimetizó en interlocutor de gran calado, diplomático y expeditivo a partes iguales. Y lo hizo para administraciones demócratas y republicanas indistintamente. Antepuso su deber a la nación a la promoción de sí mismo o de las películas que produjo con el sello Byrna, naming en homenaje a su mamá. Siempre se sufragó cada uno de los viajes de su propio bolsillo. El objetivo era mostrar allende los mares qué era realmente esa máquina de sueños y esperanzas llamada Estados Unidos. Se personificó, se cosificó en su propia nación. Lo hizo a través del rostro popular y los valores que traslucían sus propias películas, que siempre fueron un género en sí mismo, mixtura de acción con deontología. Entre rodajes y devaneos, la carrera cinematográfica de Kirk, su vida personal y familiar se entretejen y emulsionan con una tournee infinita a mayor gloria de un gran prescriptor de marca.
Después de visitar brevemente Colombia, sin mucho que reseñar, en otoño de 1952 Kirk asomó su hoyuelo por Israel. Ahí realmente se empezó a fraguar su carrera diplomática. El país acababa de estrenarse y el actor se alojó en el hotel King David de Jerusalén, un lujo erigido en 1920 y que aún se enseñorea en uno de los avisperos del mundo. Como buen judío, hijo de la miseria, se sentía devastado con la solución final nazi tras visitar campos de exterminio donde «unos seres humanos condujeran a otros a una sala y con la apariencia de ducharlos los llevan a la muerte asfixiándolos con gas, arráncandoles los dientes de oro, afeitándoles el pelo y convirtiendo sus cadáveres en jabón y su piel en pantallas de lámparas». David Ben-Gurión recibió al actor y se congratuló que la troupe yanqui que arropaba a la estrella fuera la primera en pisar, alborotar y filmar en suelo hebreo. El rodaje de The Juggler (Hombres Olvidados) fue un infierno, no del tamaño de la tragedia que contaba —un superviviente del Holocausto alcanza Israel—, pero sí que fue una pesadilla diaria en la que la escasez y mala calidad de la comida, las altas temperaturas del desierto y la hostilidad de un país con las cicatrices aún supurantes no conformaron el mejor escenario para el cinco y acción. El general Moshé Dayán echó un vistazo al rodaje —con su único ojo, el otro lo tapaba un parche, herida de guerra peleando con los ingleses— mientras que su propia hija acaramelaba a Kirk con la esperanza de hacer carrera actoral en Los Ángeles.
El loco del pelo rojo (1956). Imagen: Metro-Goldwyn-Mayer.
Kirk fue un meteoro constante y un fabricante de blockbusters, aunque nunca tuvo unánime aplauso de la crítica. Tres veces estuvo nominado al Óscar (Campeón, 1949; Cautivos del mal, 1952; El loco del pelo rojo, 1956) y parecía que apagada su buena estrella, en los setenta y ochenta encaminaría sus pasos hacia la política. Resulta irónico que el actor que dio vida a un militar que paraba un golpe de Estado en los pasillos de Washington (la enorme Siete días de mayo, de John Frankenheimerdesmenuzada en esta misma web), sugiera hoy un alzamiento para despeinar el flequillo pelirrojo de su gran enemigo Trump. La diatriba resulta deliciosa al extrapolarla con aquel estreno de 1964, cuya trama de alto voltaje puso en guardia hasta a JFK. Imaginar hoy a la guardia pretoriana de Trump cocinar una asonada (al constatarse el quilombo ruso en las elecciones americanas o las mordidas a starlettes porno entre otros escándalos que han de venir) sería el mayor espectáculo jamás retransmitido en streaming. Un niño chicano blandiendo un bisoñé presidencial en una imagen que vale el World Press Photo of the Year, la coreografía de tanques junto al Potomac, el apagón de la CBS, la suspensión de la liga de béisbol… Qué goce. Y sin Dino de Laurentis en la producción.
Otro de sus viajes más recordados aconteció cuando rasgó la cortina de Berlín en febrero de 1964. Primero visitó la editorial Axel Springer en el lado occidental. No obstante lo que más le interesaba al actor era conocer el distrito comunista. Cruzó el Checkpoint Charlie y se sorprendió mucho que los soldados les registraran el coche concienzudamente por si llevaba algo de contrabando. Y le llamó la atención que en el Berlín rojo las tiendas vendieran «lavadoras con escurridores». Aquel clima social y meteorológico le resultó deprimente, color «gris, gris, gris». Nada que ver con el delirante carrusel que escupía la película Un, dos, tres… la enloquecida parodia de Billy Wilder con directivos de la mefistofélica Coca-Cola de por medio rodada en 1960.
Por eso salió zumbando de Alemania rumbo a la colorista India. Allí tomo el té con Indira Gandhi (que no paraba de mirar el reloj por lo mucho que le molestaba aquella visita de los soberbios yanquis) al tiempo que Kirk se percataba de lo mujeriego que había sido Nehru. Regresaría a la India para rodar en 1987 la serie Queenie, basada en el best seller de Michael Korda. En esa ocasión cenó en Jaipur con el marajá, al que llamaban Bubbles por las burbujas de champán que se soltaron el día que nació (sic). Le agasajaron envolviendo su visita en una cápsula de oro para anestesiar ciertas realidades. Había pobreza por doquier… A finales de aquel 1964 Douglas regresó a Europa para recalar en Yugoslavia. Durante una charla en la Universidad de Belgrado persuadió a los vocacionales a entrar en el mundo del cine. Durante su almuerzo en la embajada pidió ver al mariscal Tito. No resultó fácil. Tuvo que llamarle directamente y disuadirle. Al final el dictador les mandó su avión privado y quedaron en Ljubliana (Eslovenia) al día siguiente. Bebieron vino en su casa de verano. Hubo una razón de peso para que cuajara la reunión con aquel yanqui. Tito adoraba Gunfight at OK Corral (Duelo de titanes, 1957).
De ahí saltó a Grecia, en 1966, donde conoció al papá de nuestra reina Sofía que se encontraba empacando equipaje rumbo al exilio. Seguidamente en Polonia dio una charla en Lodz en la misma escuela de cine donde había sido alumno Roman Polanski. Le montaron un recibimiento en plan vaquero, con la réplica de un saloon y caballo blanco incluidos. Los chicos le filmaron un documental sobre su visita que puede verse en YouTube. Luego le maravilló Praga y departió con el director Milos Forman, al que sugirió el éxito que tendría llevar a celuloide Alguien voló sobre el nido del cuco. Le envió un ejemplar de la novela —Kirk tenía los derechos—y Forman nunca se lo agradeció, pese a ganar el Óscar en 1976 por la traslación y por la monumental actuación de Jack Nicholson. En Bucarest solo encontró espías, espías y más espías. Y pese a su rotunda negativa y enfado, en Moscú insistieron en pagarle por conceder entrevistas para que se comprara «algo de caviar y de vodka». Volvería a Rusia en 1977 para fomentar el intercambio de pelis entre ambos países, en plena guerra fría y con los prebostes rojos desconfiando de una insurrección popular al estilo Espartaco. El cierre a la gira por aquella Europa comunista fue una escala en Budapest. «(…) Estábamos profundamente deprimidos por la grisura de los países del telón de acero. (…) De dos cosas podías estar seguro en esos países: siempre se llevaban el pasaporte y siempre te volvías paranoide cuando lo hacían. ¿Y si te encontraban culpable de alguna ridiculez? ¿Y si algún demente te encabaja algo o te acusaba? ¿Y si…?».
Espartaco (1960). Imagen: Bryna Productions.
En los años ochenta asistió a una cena oficial en la Casa Blanca —en honor de Margaret Thatcher— invitado por su gran amigo Ronald Reagan. Tras su bagaje diplomático a más de un biógrafo y analista político le hubiera encantado ver a Douglas como huésped de la Casa Blanca en vez del soso actor de Tampico. Douglas no rehuía ningún debate, ninguna polémica, ninguna tensión retórica. En su periplo por Filipinas un muchacho le espetó: «¿Qué demonios haces aquí? No sabes nada de nada de nuestro país. No te necesitamos para nada», a lo que el actor respondió: «Oye, en Estados Unidos sabemos mucho de tu país. Tenemos conciencia de los trescientos cincuenta años de dominación española. Sabemos que durante cincuenta años habéis estado bajo nuestra influencia: Y ahora estamos orgullosos de que lo hayáis superado y seáis independientes». Douglas se preparaba a conciencia cada viaje, informándose y leyendo todo lo posible sobre la coyuntura actual y la trastienda política y social del destino. Eso le electrizaba tanto como rodar. «Es una grosería ir a un sitio y no saber nada de la gente con la que hablas. Muchos jóvenes con los que hablé en universidades hoy probablemente son dirigentes en sus países. ¿Habré tenido alguna influencia sobre ellos expresando mi punto de vista sobre Estados Unidos? Espero que sí», aseveraba.
A finales de los sesenta recaló en Hong Kong para la apertura de una cantina para pobres. Y en Tailandia les recibió un funcionario del Servicio de Información de EE. UU. Iban en misión de buena voluntad, y la agenda parecía poco apretada. Inauguraron un hospital junto a los reyes en unos días delirantes. Kirk donó una habitación del complejo que le costó como unos once dólares al cambio. Después del periplo asiático, del que subraya el exotismo de los restaurantes y la comida en cestas de mimbre, llegó el paroxismo. La visita a España resultó la más surrealista de todas. Un relato, no del todo fantástico, que incluye a Salvador Dalí, falos, coños y tríos sugeridos. Douglas pasó unos días en la Costa Brava con motivo del rodaje La luz del fin del mundo (1970), una de piratas con Yul Brynner de supervillano. La casa donde se alojó Kirk para el rodaje casi lindaba con la del genio de Cadaqués. El artista les invitó una noche a cenar. Compartieron mesa Dalí, Douglas, el actor francés Jean Claude Drouot y una hermosa joven cuyo nombre no importa. Conclusión tras la velada con el pintor y con su sexualizado universo: «Verdaderamente, estaba loco».
Posteriormente llegaron más películas, casi todas olvidables (Cactus JackEl Hombre de Río Nevado, El final de la cuenta atrás, La Furia, estrenos directamente al videoclub...), donde Kirk empezó a ejercer de rolling stone siempre apurando la última gira, el último concierto, el último bis en el que revivía en cada rueda de prensa su rivalidad íntima con Burt Lancaster, como aquel mal remake canoso llamada Otra ciudad, otra ley, de 1986. Diez años más tarde Douglas recogía el Óscar Honorífico por toda su contribución al cine. En su expediente profesional noventa y cuatro películas, treinta como productor y dos como director y guionista. Un curiosidad patria: hace exactamente sesenta años se le concedía el Premio Zulueta en el Festival de San Sebastián por su papel en Los Vikingos. La gloria donostiarra no fue exclusiva. Tuvo que compartirla con un James Stewart enfermo de Vertigo. Hoy día, rodeado de su familia, el jardín de su casa en Palm Springs lo adorna con chatarra artística hecha en un kibbtuzhebreo, quizá en recuerdo de aquellos días de niñez recogiendo trapos y material de derribo por las calles de Nueva York. No falta ni un abigarrado Don Quijote, ni un caballo de bronce con las patas dobladas. Sin embargo su estatua favorita es una cigüeña. Está posada sobre una pata, estilo Miyagi en Karate Kid, encima de la caseta de la pista de tenis. «Cuando yo muera, saldrá volando».

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