Lo que preocupa es que todos sabían, menos el pueblo venezolano que se ilusionó, que esas ayudas no pasarían
Un hombre ayuda a una mujer a cruzar la frontera entre Venezuela y Brasil. |
Diana Calderon
Impacta la imagen de Juan Guaidó corriendo al descender de un helicóptero en territorio colombiano. Iba emocionado. Casi excitado. Tenía la ilusión de estar cambiando la historia de su país. Natural teniendo en cuenta que representa el liderazgo renovado de una oposición cuyo único rostro es ese porque los otros no han aparecido en los últimos días. Sin embargo, se le veía poco consciente de los riesgos, de lo que esperaba la población a la que le habían prometido que era el día D, y no solo del desembarco de las ayudas humanitarias sino el de la liberación que no fue. A esa población a la que equivocadamente también le pintaron pajaritos en el aire volando sobre los restos caídos del Muro de Berlín.
Por momentos incluso algunos temimos que subiera en la tarima del concierto VenezuelaAIDLive y la convirtiera en escenario de guerra. Porque en el fondo todos sabíamos que no serviría, como no han servido los conciertos para Bangladesh en 1971, en el Madison Square Garden, promovido por el ex beatle George Harrison. Tampoco el de 1985, el Live Aid África, que se hizo de manera simultánea en Londres y Filadelfia, con la participación de Queen, U2, Elton John, Led Zeppelin, Phil Collins y Michael Jackson y que fue seguido en 72 países por uno 1.500 millones de espectadores o el de 2005 con el Live 8 para que los líderes de las potencias del G-8 tomaran nota sobre el hambre en el Tercer Mundo. No sirven para propósitos políticos.
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Sirven para otras cosas, quizá más de fondo a veces, como alimentar el alma, ponernos en modo de garganta cerrada, por esa capacidad del arte para borrarnos el dolor o sacarlo en forma de baile y hacernos creer una y otra vez en la libertad, el amor y los máximos valores. En todos esos en que no creen los dictadores como Nicolás Maduro.
La emoción de Guaidó también fue la del presidente Iván Duque. Desde Colombia el mandatario que apostó a la restauración democrática de Venezuela, como líder en América Latina del propósito de Donald Trump y luego, si le funciona su sueño libertador, a la reconstrucción económica de la nación vecina con unos gremios nuestros, cuyo foco mientras tanto debería estar al interior del país al que se deben.
Lo que preocupa es que todos sabían, menos el pueblo venezolano que se ilusionó, que esas ayudas no pasarían. Que mínimo iban a ser quemadas en la frontera de nadie, como ocurrió. Que los colectivos chavistas se confundirían con las guerrillas escondidas del ELN y las bandas de delincuentes. Que la cadena de voluntarios no llegaría a cinco mil, porque tienen miedo.
Pasados ya unos días, los periodistas que cubrieron con arrojo la noticia según la cual el Gobierno de Estados Unidos iba a entrar ocho camiones de ayuda humanitaria a través de los puentes de la vasta frontera colombiana con Venezuela, terminaron con el gas lacrimógeno en las fosas nasales, con las manos aún temblorosas y con la sensación de desconcierto. Cuando no retenidos y luego deportados como perros por Maduro, por preguntar lo que toca, como le pasó a Jorge Ramos de Univisión.
Fueron testigos, como vivió Juan Fraile de Caracol Radio, de los llamados desertores a quienes les pidieron dispararle a la población civil. Pero especialmente, de cómo todo sirvió para mostrarle al mundo una crisis que se profundiza, pero que no parece tener una salida y mucho menos si se pretende por la vía de las injerencias externas con el riesgo para Colombia de que su suelo termine siendo usado por los halcones para iniciar una guerra que no queremos.
No son confiables las presencias de Elliot Abrams y John Bolton rondando. Condenado por el escándalo Iran-Contras y luego indultado para cumplir un penoso papel en la guerra de Irak, el hombre de confianza de Reagan y Bush, no es un hombre de paz. Bolton, por su parte, en su calidad de asesor de seguridad de Trump tampoco parece muy de carácter conciliador.
El liderazgo de Duque, el anticiparse a un programa económico de reconstrucción del vecino es una apuesta válida, una narrativa que le dejará un lugar en la historia si le sale bien. Pero no soy optimista. No en el corto plazo. Solo un golpe militar interno, una negociación que reconozca la necesidad de una salida a Maduro tienen por ahora viabilidad.
La apuesta del Grupo de Lima reunido en Bogotá pasadas las horas negras del intento fallido de las ayudas humanitarias tiene gran importancia en este momento. Primero porque plantea una convicción que es deseable que no sea retórica de falsas expectativas, cuando dice en su punto número 16 que la transición debe ser conducida pacíficamente por los propios venezolanos, sin el uso de la fuerza. Segundo, porque recurre a la Corte Penal Internacional para que actúe frente a un régimen que ha violado de manera sistemática los derechos de su propia población y lo haga en virtud de las solicitudes de muchas naciones: Argentina, Canadá, Colombia, Chile, Paraguay y Perú.
Adicional, porque si se logra la designación por parte del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas de un experto o una comisión independiente unido, quizá, a uno de los puntos más esperanzadores de la declaración, nos puede dar más luces que sombras: hacer un llamado a las naciones que aún mantienen los vínculos de cooperación con el régimen de Maduro para que faciliten la búsqueda de soluciones.
Es posible que esos países tengan una comprensión distinta de la dinámica de esos 20 años de chavismo y madurismo para saber de qué manera es posible hacer renunciar a los militares a los privilegios de la corrupción, pero sobre todo a la población que aún apoya una causa fallida sin ya ni siquiera recibir a cambio un poco de esperanza.
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