Emile Griffith / Fotografía de AP |
Alberto Salcedo Ramos
Desde cuando se calzó los guantes por primera vez, a finales de los años 50, Emile Griffith empezó a dejar tras de sí una estela de rumores.
En los círculos boxísticos de Nueva York se insistía en que era homosexual.
Griffith no era amanerado, pero sí un hombre apacible fuera del ring. En todo caso, cuando sonaba la campana transpiraba rudeza. Se abalanzaba sobre el rival como un perro de presa, lanzando las manos sin tregua. Además era corajudo: aunque lo golpearan iba siempre hacia adelante, arriesgando el pellejo en cada embestida.
A ningún experto le sorprendió que ganara muy pronto el campeonato mundial del peso welter: era el rey indiscutible de su categoría.
El 24 marzo de 1962 Griffith se aprestaba a pelear contra el cubano Benny Kid Paret . Por la tarde, durante el pesaje, Paret le espetó una palabra castellana que Griffith no se esperaba.
–Maricón.
Griffith la entendió perfectamente, pues tenía varios amigos latinoamericanos en el gimnasio de Gil Clancy, su mánager. Así que cuando subió al ring se encontraba poseído por la ira.
En el sexto round estuvo a punto de ser liquidado. Súbitamente empezó a recibir una andanada de golpes, y no fue capaz de oponer resistencia. Si el árbitro, Ruby Goldstein, hubiese sido sensato, tendría que haber parado el combate y declarado ganador a Benny Kid Paret por knockout técnico.
Pero ya en aquel momento la Señora Fatalidad se había adueñado del ring.
En el round doce, Griffith acorraló a Paret en una esquina y le asestó una lluvia de golpes, todos en la cabeza. Goldstein, el referee, volvió a ser displicente.
Ya desde el momento en que recibió el segundo golpe era claro que Paret estaba noqueado aunque permaneciera en pie. Si Goldstein hubiera detenido el combate en ese punto le habría evitado, por lo menos, una docena de porrazos terroríficos.
En su relato sobre el combate, Norman Mailer dedicó un extenso pasaje a este momento. Los golpes se Griffith se oían en todo el coliseo y, años después, seguirían resonando en la conciencia colectiva de los fanáticos del boxeo.
Algo irremediable, según Mailer, ocurrió en la psiquis de los espectadores que se encontraban en el Madison Square Garden viendo cómo Paret se desplomaba.
El cubano murió diez días después y Griffith perdió desde entonces su instinto asesino.
Se volvió mediocre. Tenía apenas veinticuatro años pero quería retirarse. El alivio que le quedaba era la solidaridad de sus amigos boxeadores.
Cuarenta años después Griffith admitió, por fin, que es homosexual. No lo reconoció mientras estaba activo –dijo– porque eso habría equivalido a un suicidio laboral.
¿Qué apostador habría arriesgado un peso por él si hubiera sabido que era gay?
Al salir del clóset los amigos se le alejaron. Entonces pronunció aquella frase triste: “Cuando maté a un hombre me acompañaron; cuando dije que amo a un hombre me dejaron solo”.
La historia dirá, eso sí, que Griffith fue un valiente cuando calló, y que también lo fue cuando decidió contar su secreto.
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