Asdrúbal Aguiar
En las experiencias conocidas de Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Argentina, más recientemente de los Estados Unidos, sus gobernantes o exgobernantes populistas y “posdemócratas” – por obviar las mediaciones institucionales, por querer gobernar sólo a través de la radio y la televisión – se han empeñado, desde los años primeros del presente siglo, en descalificar sistemáticamente a los periodistas y editores de los de medios de comunicación social independientes. Les prosternan o los halagan con aviesas intenciones, les chantajean o amenazan, les expropian, o al término les criminalizan o vomitan al exilio.
Han modelado, así, un comportamiento social del que no escapan, incluso, quienes se declaran libertarios.
El propósito manifiesto – imposible de simular tras la prédica de un respeto del derecho a la libertad de expresión o para hacerla extensiva a las audiencias o lectorías – ha sido y sigue siendo sustituirlos a unos y otros como forjadores y articuladores de la opinión pública, o hacerlos serviles; con lo que se debilita, evidentemente, la función contralora y escrutadora de la vida pùblica por parte del añejo cuarto poder y la misma sociedad.
Al efecto o en su defecto lo hacen, en Venezuela, Hugo Chávez y su causahabiente, Nicolás Maduro, discípulos aventajados de La Habana, como lo quiso hacer y no lo logra Rafael Correa, en Ecuador, al construir hegemonías comunicacionales de Estado, totalitarias. Pero como se trata, además, de emular con ello al añejo fascismo italiano, implantando una “simulación de legalidad, el fraude legalmente organizado a la legalidad” – bien lo explica Piero Calamandrei, en su libro El régimen de la mentira – aprueban como leyes de responsabilidad social o de democratización de la información a meras leyes de censura y establecimiento de sistemas de propaganda oficial.
Pero en este orden sobreviene otro fenómeno más actual e incisivo, a saber, el de la “ciudadanía digital”, que desborda los espacios geográficos y privilegia el carácter instantáneo e individual de la información; lo que es más importante, lleva hasta el plano de lo público todo aquello que desde la Antigua Grecia se consideraba inherente al fuero privado o la intimidad de las personas, desdibujándose hoy ambas esferas. He allí el escándalo alrededor del gobernador de Puerto Rico, Ricardo Rosselló, a quien un sector de la población quiere destronar antes de tiempo por sus expresiones privadas a través de un WhatsApp personal y por sus diferencias con los grupos LGBT. De nada vale ya, por lo visto, el sacramento constitucional del mandato democrático, a término: ¡que se vaya, por que nos da la gana, y punto!
El caso es que esta nueva realidad totalizante y dispersa de las noticias, que da lugar al conocido periodismo subterráneo o de redes (Facebook, Instagram, Twitter, Snapchat), que incrementa exponencialmente la participación de la gente: sueño de todo demócrata, se privatiza e individualiza en su uso y se hace dictadura; tanto como se le condiciona e interviene a distancia, desde un mundo virtual – gobernado por élites digitales – extraño a los andamiajes estatales y a los políticos, y a sus leyes territoriales.
Las mismas neodictaduras señaladas y en boga – desnudas como asociaciones de criminales – tampoco logran someter a esta avalancha inevitable, real e incontrolable, de los “guerreros del teclado”, quienes transmiten datos y mensajes en explosión imposibles de contrastar en su veracidad, impedidos de fijar opiniones racionales, ajenos a las narrativas que forjan tejido social o auspician la gobernabilidad. De suyo, forjan un haz de movimientos convulsivos, una suerte de coreomanía o danzamanía digital que recrea al baile de San Vito, o a la enfermedad psicogénica colectiva de los siglos XV a XVII, cuando todos brincaban sin parar intoxicados por el cornezuelo de centeno.
Al parecer, presenciamos una nueva tensión en el marco de una peligrosa era posdemocrática, vuelvo a señalarlo, distinta de la clásica y conocida, ahora entre el poder político y los medios de comunicación social sin editores. A la vez que, como ya se constata, no es posible contar más con la voluntad popular ni realizar la gobernabilidad – incluso transitoria o espasmódica – sin las redes de comunicación digitales o virtuales, que también usan y explotan sus críticos.
De allí la igual mudanza de los gobernantes y políticos en periodistas de oficio cotidiano, insisto, no más para ser censores de la opinión y la información como a inicios de la modernidad, sino para, como tales y desde las indicadas redes realizar la gobernanza, apalancar la función pública haciéndola inmediata, satisfacer sus narcisismos, pero apartados, reitero, de las mediaciones institucionales y la opinión colectiva.
Esto es inevitable como la llegada de la imprenta; relaja, sí, la estabilidad de las reglas que son necesarias al Estado y la seguridad ciudadana. Trastorna el comportamiento, sea de los liderazgos como de los mismos ciudadanos digitales que hacen política – renegando de los “viejos” políticos o de quienes se apropian de las instituciones partidarias o estatales – a través de sus instrumentos electrónicos. El caso es que unos y otros, de nuevo, ejercen con desembozada vocación dictatorial el periodismo de redes. Bloquean o demonizan al contertulio cuando reciben de su propia medicina.
Apenas un criterio o desafío plantea el panorama descrito, y lo señalo en mi libro sobre Calidad de la democracia y expansión de los derechos humanos, copiando a Peter Hâberle: “No puede decirse que sea posible tolerancia alguna sino hay un deseo por la verdad”.
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