Fallece a los 62 años el exfutbolista argentino, que fue convocado casi por casualidad para el Mundial 86, donde acabó marcando en el final que su selección ganó ante Alemania
Buenos Aires
En una de esas estrategias indetectables a los ojos de los millones de espectadores que siguen la final de un Mundial, en este caso la de México 86, el entrenador de Alemania, Franz Beckenbauer, envió al campo de juego del Azteca a un delantero torpe con la pelota pero portentoso en el juego aéreo y en las asperezas físicas: Dieter Hoeness. A falta de media hora, y con Argentina ganando 2-0, una de las misiones que el macizo alemán debía cumplir era chocar al líbero argentino, José Luis Brown, cada vez que éste les daba al resto de los defensores albicelestes la orden de salir a provocar el off side en las jugadas de pelota detenida.
La estrategia funcionó no sólo porque Alemania llegaría al 2-2 parcial sino también porque Hoeness, en efecto, partió como una locomotora para toparse con Brown cuando un compañero ejecutaba un centro y le provocó una luxación en el hombro. El médico argentino, Raúl Madero, le advirtió al entrenador Carlos Bilardo que Brown no podría seguir pero el bravo Tata —apodo de campo, acorde a su Ranchos local, un pueblo de 8.000 habitantes en la Pampa Húmeda— hizo una de gauchos: se mordió la camiseta, le hizo un agujero a la albiceleste y metió el dedo para que el brazo no le quedara suelto. Así, con la mitad de su tronco superior inmovilizado, se consagraría campeón del mundo tras el agónico triunfo 3-2 de Argentina, el último Mundial ganado por su país.
La muerte de Brown el lunes por la noche en La Plata, a 60 kilómetros de Buenos Aires, víctima a sus 62 años de una enfermedad neurodegenerativa que lo afectaba desde hacía varios meses, fue también la despedida de un tipo normal —si se puede llamar corriente a un futbolista que se mantuvo 15 años en la alta competencia— que tuvo un día extraordinario. Brown no era un fenómeno —más bien era un jugador de poca técnica, aunque muy astuto para orientarse tácticamente y dirigir a sus compañeros, como un director de orquesta de la defensa— pero aquel 29 de junio de 1986 consiguió más que varios fenómenos juntos: se convirtió en uno de los 65 jugadores que marcaron al menos un gol en una final del mundo.
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Como esa lista se torna aún más exclusiva si se eliminan a los futbolistas que perdieron el partido definitorio, sólo 42 futbolistas hicieron un gol y levantaron la Copa del Mundo, entre ellos Brown. Aún más asombroso es que el cabezazo con el que había derrotado al arquero alemán Harald Schumacher en el primer tiempo, antes de su lesión, fue el único que convirtió en los 36 partidos que jugó para la albiceleste entre 1983 y 1990. Si de algunas estrellas puede hacerse el recorrido de un día en su vida —por ejemplo de Lionel Messi, Sergio Agüero y Gabriel Batistuta, que suman 161 goles para su selección, ninguno en una final—, la biografía deportiva de Brown cabe en una jornada.
Un jugador sin equipo
México 86 ya había sido un milagro desde el comienzo. Brown llegó al Mundial tan maltrecho físicamente que no tenía equipo para jugar los domingos: luego de una discreta experiencia en Boca, el cuerpo técnico de Deportivo Español le había comunicado a principios de año que no contaría con él. Bilardo, sin embargo, lo mantuvo en la selección porque lo había dirigido en Estudiantes de La Plata y lo creía un buen suplente para Daniel Passarella. El técnico le tenía tanta estima que, consultado en una entrevista por un libro, Bilardo entendió que le preguntaban por un líbero y respondió: “Brown”.
Pero como Passarella fue víctima en Ciudad de México del mal de Moctezuma, un virus gastrointestinal que le hizo perder seis kilos, Brown terminó jugando los siete partidos de Argentina. De su debut ante Corea del Sur se enteraría la misma mañana del estreno, cuando Bilardo lo cruzó en un pasillo de la concentración y le dijo: “Mirá que jugás vos”. No tuvo tiempo para ponerse nervioso.
Con más de 400 partidos en clubes —siempre identificado con Estudiantes, club en el que sigue siendo el defensor más goleador de su historia, aunque también con pasos en el exterior por Atlético Nacional en Colombia, Brest en Francia y Murcia en España—, Brown consiguió parecer un portento físico aun cuando luchó contra una plaga de lesiones. Más que contener a rivales, el Tata se defendía del dolor: dijo haberse operado diez veces de las rodillas, ocho de la derecha y dos de la izquierda.
“Para jugar el Mundial hice barbaridades —recordó hace pocos años—. Antes de México, en los entretiempos de los partidos me sacaban jeringas llenas de sangre de la rodilla y seguía jugando. El médico me decía que me iba a arrepentir, que a los 50 años no podría caminar, que estaba loco, pero yo lo obligaba a pincharme. En los viajes en aviones me llevaba un zapato de hierro y me iba al baño para fortalecer los cuádriceps. Ahora tengo 59 y no puedo jugar al fútbol con mis amigos, pero no me arrepiento. ¡Soy campeón del mundo!”.
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