Hipócrates la definía como una sensación prolongada de miedo y tristeza. «El enfermo parece tener como una espina clavada en las vísceras; es presa de la náusea, huye de la luz y de los hombres, ama las tinieblas y es atacado por el temor», se lee en los Tratados hipocráticos.
Para Aristóteles era el efecto de un exceso de «bilis negra» en el cuerpo, pero también subrayaba que casi todos los hombres extraordinarios la habían padecido. Y para Freud se trataba del «estado afectivo penoso» por excelencia.
Hablamos de melancolía, angustia, acedia,
mal de vivre, hastío existencial,
tristitia, ansiedad,
taedium vitae o, como se la llama ahora, depresión... Una afección que según la Organización Mundial de la Salud está destinada a convertirse en
la gran enfermedad de la humanidad, por delante del cáncer, y por la que en 2019 más de dos millones de personas ya recibían tratamiento en España.
Pensamos que es un mal actual, una patología de nuestros tiempos. Pero qué va... La melancolía es tan vieja como el hombre. El ser humano es, de hecho y desde siempre, homo melancholicus.
«Viene de lejos, aunque en determinadas épocas se ha sentido con mayor definición: durante el Renacimiento y el Barroco, en el siglo llamado de las Luces, con el advenimiento del Romanticismo, en los años del fin de siècle, en el tiempo que precedió y en el que siguió a las dos guerras mundiales y en nuestro tiempo», señala Xavier Roca-Ferrer, escritor, editor, traductor y autor de El mono ansioso (editorial Arpa), un libro delicioso que traza una biografía histórica de la angustia y de las numerosas obras filosóficas, artísticas, literarias y musicales que ha inspirado.
Lucrecio, Cioran, Schopenhauer, Miguel Ángel, Victor Hugo, Emile Zola... Un sinfín de espíritus lúcidos han sentido tristeza y asco de vivir. Porque cuando el ser humano empieza a pensar, a buscarle un sentido a la existencia, cae en sus brazos. De hecho, durante siglos la melancolía fue un mal elitista que se apoderó de las capas más instruidas y acomodadas de la sociedad. Pero con el progreso y la mejora en las condiciones de vida, el mal de vivre se democratizó y el número de afectados se disparó. Dejó de ser patrimonio de intelectuales, artistas y damas ociosas para afectar a cualquiera.
Porque existir, ha existido siempre. Numerosos estudiosos consideran, por ejemplo, que las pinturas rupestres son fruto de esa angustia y que al representar en las cuevas a bisontes y otros animales los hombres prehistóricos trataban de conjurar la caza y exorcizar el miedo a pasar hambre.
El vicio reviste mil formas y un solo resultado: el hombre siente hastío de sí mismo
SÉNECA
Gilgamesh, rey de Uruk, en la antigua Mesopotamia, y quien se considera que reinó en algún momento entre los años 2650 y 2750 a.C, fue el primer gran angustiado de la historia que dejó documentado ese mal. Lo hizo en un largo poema en el que revela el ansia que siente ante la idea de morir. Pero no sólo alguien como Gilgamesh, que lo tenía todo, sufría esa congoja existencial. También un escriba egipcio que vivió hace unos 4.000 años dejó constancia de ella en un papiro que se conserva en Berlín: «La muerte es hoy mi única esperanza, / Como la cura para el enfermo, Como la libertad para el prisionero...».
Los filósofos y médicos griegos del siglo V antes de Cristo fueron los primeros en estudiarla y en meditar sobre ella. Aristóteles, el primero en reivindicar su valor como motor artístico y creativo. Y, del mundo griego, pasó al romano. Hasta el punto de que, a partir del siglo I, se apoderó de las clases cultas (y ociosas) del mundo romano una auténtica melancolía existencial, una especie de epidemia: el taedium vitae. Séneca dejó constancia de él: «El vicio reviste mil formas y un solo resultado: el hombre siente hastío de sí mismo. Ello conduce a un desequilibrio en el espíritu, a una insatisfacción de los deseos», señala en Tranquillitate Animi. Y no duda en recomendar el suicidio cuando la vida se convierte en algo insoportable.
Con el cristianismo llega la demonización de la melancolía. A finales del siglo IV la Iglesia empieza a usar el término «acedia» para referirse a una serie de sentimientos y conductas que considera indeseables y que el sacerdote, asceta y padre de la Iglesia Juan Casiano (c. 360-435) define como una «fatiga o aflicción del corazón» similar a la «desazón o abatimiento» y «especialmente torturadora para los solitarios».
En el medievo la acedia fue considerada una de las ocho principales tentaciones y causó estragos en la vida monástica, aunque también se extendió luego a los laicos. Posteriormente, se transformó en el pecado mortal de la pereza.
«Lo que he visto en numerosas personas aquejadas de este mal me hace repetir que no conozco otro remedio que no sea no evitar ningún medio que sirva para domarlas. Si las palabras no son suficientes, hay que recurrir a los castigos; y si los castigos leves son inútiles, hay que recurrir a los grandes», sentencia Teresa de Ávila (1515-1582) en su Fundación del monasterio de carmelitas de Medina del Campo respecto a cómo tratar a las novicias que se dejan arrastrar por esa diabólica melancolía.
Pero en el Renacimiento la tristeza vuelve a ser reivindicada y dignificada por los ciudadanos más cultos y sensibles. «En parte gracias a la relectura de los textos de la antigüedad», subraya Roca-Ferrer.
La idea de que existe un parentesco inescindible entre melancolía y genio florece en el Renacimiento y cala en los siglos sucesivos: Shakespeare, Donne, Burton, los jansenistas, los prerrománticos ingleses, Rousseau, los románticos franceses, los filósofos centroeuropeos del siglo XIX como Kierkegaard o Nietzsche, Freud o Heidegger la contemplan de ese modo.
Este mal me atormenta sin cesar día y noche. Me falta la luz, vivo sólo en la noche del Tártaro, me siento como muerto
PETRARCA
De hecho, a partir del siglo XVI la depresión se convierte en temperamento obligado de cualquier intelectual que se precie. Petrarca fue probablemente el primero en sentir esa melancolía poética. «Este mal me atormenta sin cesar día y noche. Me falta la luz, vivo sólo en la noche del Tártaro, me siento como muerto, pero lo peor de todo es que estas lágrimas y sufrimientos me producen placer y me cuesta mucho apartarme de ellos», escribe en 1347 en su Secretum, devolviendo a la melancolía su estatus de temperamento propio de seres excepcionales, de las almas elevadas.
Los libros sobre el asunto empiezan entonces a aparecer por docenas. Durero realiza en 1514 su grabado Melancolía I, Cranach el Viejo (1472-1553) ejecuta al menos cuatro alegorías sobre tabla. Representar la melancolía se convertirá pronto en un nuevo género, las vanitas, que resalta la vacuidad de la vida y la relevancia de la muerte a través de símbolos como cráneos, frutas en descomposición o flores mustias y que tendrá un enorme éxito hasta mediados del siglo XVIII.
Pero el hastío ha seguido durante siglos alimentando al arte. Qué decir de El grito de Munch, una obra que simboliza a un hombre moderno captado en un momento de profunda angustia y desesperación existencial. También Tanguy, Dalí, Magritte o Delvaux reflejaron en sus cuadros la angustia. Y El Guernica de Picasso y varias obras de Francis Bacon también lo hacen.
Por no hablar de las numerosas obras literarias y de pensamiento que la melancolía ha generado. Hamlet, el príncipe de Dinamarca, es un modelo del melancólico depresivo. En 1819 Keats compone su famosa Oda a la Melancolía. Las obras de Kafka también reflejan a la perfección la angustia de vivir. Como dijo Scott Fitzgerald: «Toda vida es un proceso de demolición».
Mis creaciones son fruto del conocimiento de la música y del dolor
FRANK SCHUBERT
Pero es el existencialismo del siglo XX el que consagra el tedio y el hastío como principales atributos de la condición humana. Una angustia que no se debe a nada en concreto sino a la imposibilidad precisamente de determinar el objeto de esa angustia. La náusea (1938) de Jean-Paul Sastre, es uno de los grandes símbolos de la angustia contemporánea. El tedio, de Alberto Moravia, es otro.
También muchas obras maestras de la música han nacido a golpe de penas. «Mis creaciones son fruto del conocimiento de la música y del dolor», decía Franz Schubert. Su obra, igual que la de Beethoven o la de Wagner, se halla profundamente impregnada de angustia.
Fue Freud quien marcó profundamente la evolución del concepto melancolía/depresión, al constatar que la angustia forma parte del psiquismo normal y está condenada a desarrollarse. La angustia contemporánea dio lugar a una ciencia nueva: el psicoanálisis, que puso sobre la mesa el problema de la depresión. «A partir de Freud la ciencia occidental entra en una nueva fase en la que el cerebro y sus disfunciones adquieren un papel fundamental», sentencia Roca-Ferrer.
El siglo XX contempla la democratización de la angustia. Con la elevación del nivel de vida, cada vez son más los que se cuestionan la vida misma, su sentido. Y esa aflicción, que durante siglos fue privativa de las élites, se contagia así a toda la sociedad.
¿Cómo afrontar la melancolía? Desde el mundo grecorromano son dos los remedios más radicales para luchar contra ella: el suicidio o la carcajada. Sobrellevarla con humor es lo que por ejemplo hicieron Rabelais, Montaigne, Shakespeare, Molière, Hume o Voltaire, quien aconsejaba «rire de tout». Reírse de todo.