El payaso Marcelino Orbés nació en Jaca (Huesca) en 1873 y se suicidó en 1927 en el Hotel Mansfield de Manhattan tras una vida estelar y trágica, que sirvió de inspiración a Chaplin para su película 'Candilejas'.
En Candilejas, la única película de Charlie Chaplin que recibió un Óscar (a la mejor banda sonora), un payaso alcohólico sufre un largo declive. Tras haber sido una gran estrella, el personaje de Calvero (interpretado por Chaplin) se ve enfrentado a la indiferencia del gran público y a una crisis de confianza. Tras una serie de historias con una chica a la que saca de la ruina, Calvero vuelve a los escenarios junto a un viejo compañero, al que interpreta Buster Keaton. A pesar de que la actuación es un éxito, Calvero muere poco después de un ataque al corazón. Candilejas es considerada una de las películas más personales de Chaplin. Mezcla continuamente humor y drama y ofrece un mensaje ambivalente sobre la vida de los payasos: muchas de las personas que nos hacen felices están podridas por dentro y son esclavas de un éxito fugaz que puede acabar en cualquier momento. Según David Robinson, biógrafo de Chaplin, Candilejas está basada en un payaso español al que conoció Chaplin en sus inicios londinenses: Marcelino Orbés. El oscense Víctor Casanova Abós, en un libro meticuloso y sentido, ha recogido la historia del singular Marcelino, “un antiguo payaso que vivió tiempos mejores”.
Marcelino. Muerte y vida de un payaso (Editorial Pregunta, 2017) tiene una doble trama. Por un lado, el libro es una biografía de Marcelino que sirve también como homenaje a una generación olvidada de payasos y artistas de circo. En este sentido, el libro es complementario a la biografía que Mariano García, al que Casanova Abós cita en varias ocasiones, realizó sobre el payaso (Marcelino: el mejor payaso del mundo, Mira editores, 2017). Empezando por el solitario suicidio del payaso en el Hotel Mansfield de Manhattan, Casanova Abós recorre los recovecos de una vida que tuvo momentos estelares (como las célebres actuaciones de Marcelino en el teatro Hippodrome en Londres y Nueva York) y sombríos (su relación con su esposa, a la que pegaba, o su trágico final). Nacido en Jaca, Marcelino tuvo una vida que cuesta imaginar hoy en día. Quizás vendido por sus padres al circo, atravesó los escenarios circenses de Barcelona y diversas ciudades europeas, en una vida nómada sin vacaciones, hasta que triunfó primero en Londres y luego en Nueva York. Actuando como augusto, o payaso tonto, su labor consistía en hacer reír al público a partir de muecas, piruetas y otra serie de triquiñuelas que normalmente acababan con el payaso en el suelo. Marcelino compartió escenario con animales salvajes (“veintiún leones que habían pertenecido al mismo emperador Melenik II de Etiopía […] junto a dogos alemanes y ponis”), cowboys que trataban de atrapar caballos con su cuerda y magos famosos como Harry Houdini y Chung Ling Soo (que murió ejecutando uno de sus más famosos trucos, desvelando así su identidad, pues se supo que no era asiático como había hecho creer durante toda su vida, sino estadounidense).
Por otro lado, el libro trata también del propio Casanova Arbós y de su fascinación por Marcelino. Es el relato de una búsqueda a ratos frustrante, como cuando descubre que Marcelino era un maltratador, y a ratos ilusionante, como cuando encuentra a través de eBay a otros “marcelinistas”, personas fascinadas por Marcelino que le ayudan a lo largo de su investigación. Una de las virtudes del libro es cómo incorpora a la narración los descubrimientos inesperados que muestran los matices de Marcelino. Sin pretenderlo, Casanova Abós es otro personaje del libro. Sin duda, es el personaje más luminoso, con unos padres que le apoyaron desde un primer momento y una ciudad, Huesca, a la que vuelve continuamente ya sea física o mentalmente. A diferencia de Marcelino, Víctor tiene una biografía común con algunos españoles de su generación (nacidos a finales de los años ochenta), con viajes al extranjero, formación cosmopolita y pocas oportunidades en su país. Aunque considera que irse fuera le ha permitido ensanchar su vida, en el libro se dejan ver algunas de las cosas que echa de menos de España: poder expresarse más en su idioma, no estar con la familia en algunos momentos importantes, no ver tanto a los amigos de toda la vida. El contraste entre la vida de dos aragoneses de distinta generación y formación, Víctor y Marcelino, es uno de los atractivos del libro, y hace que muchos lectores jóvenes puedan sentirse identificados con algunas de las subtramas. La mezcla de presente y pasado en el libro, que se transmite en una narración que alterna continuamente distintos tiempos verbales, hace que el libro sea muy cercano.
Este libro es también una historia sobre Nueva York y todos los que triunfan y fracasan en la gran ciudad. Casanova Abós recorre la ciudad de arriba abajo, a veces solo y otras acompañado. Visita cementerios, archivos, hoteles, universidades, foros de genealogía, hemerotecas y antiguas ediciones de The New York Times. Los extraños y remotos acontecimientos circenses se mezclan con las referencias de un escritor joven en Nueva York, dotando al espacio físico de continuidad: donde antes los neoyorquinos admiraban a los leones, elefantes, titiriteros y tragafuegos, hoy hay un rascacielos en el que se alojan multinacionales. Casanova Abós cuenta los tejemanejes de los socios capitalistas que se encargaban de la gestión de los circos y demás espectáculos, así como los inicios de Coney Island. Marcelino, que fue una estrella e inauguró el circo más importante de Nueva York (el Hippodrome), odiaba la ciudad en la que se había quedado. En un artículo en The New York Tribune, “se queja de que los alquileres son caros, y las calles son estrechas y sucias”. Gusta ver que, a pesar de todos los cambios, algunas cosas siguen igual en Nueva York.
Por último, este libro es una historia sobre el circo y su pasado glorioso eclipsado por la llegada del cine. Una de las virtudes del autor es no idealizar el pasado circense. Por ejemplo, cuenta cómo el circo Price anunciaba en España su propósito de comprar niños “menores de siete años” para que se unieran al espectáculo. Como explicó Marcelino en la revista Vogue en 1905, un niño que se uniera al circo, como fue su caso, podía esperar la siguiente vida: “Le harán trabajar muy duro, le pegarán y quizás lo maten de hambre. Tendrá que dormir y comer en una tienda de campaña y estará expuesto a los elementos”. Esta vida de dobleces contrasta con la popularidad que alcanzaron los que triunfaron en el circo. Marcelino, como reconocido artista, tuvo trato con personajes importantes de la época como el rey Guillermo III, jefes tribales africanos y destacados hombres de negocios, y llegó a ser cortejado por una joven zoroastra hija de un acaudalado señor de Bombay. Sin embargo, acabó solo, fracasado y sin dinero, tras un extraño periplo empresarial que le llevó a montar su propio restaurante mientras fantaseaba con volver a España para trabajar en una granja.
A pesar de haber aparecido en la portada del The New York Times y de que se hiciera un muñeco de porcelana en su honor, casi nadie recuerda a Marcelino. En una de sus subtramas más interesantes, el libro hace un recorrido de cómo el cine va ocupando el lugar que una vez tuvo el circo en el ocio estadounidense. Algunos de los artistas de aquella época que recordamos hoy en día habían pasado antes por el circo. Marcelino coincidió con tres de los más recordados: Charlie Chaplin, Buster Keaton y Cary Grant. Otros, como Frank Oakley, Teddy Huxter o el mismo Marcelino, no supieron adaptarse a los nuevos tiempos cinematográficos y permanecen en el olvido. Sin embargo, en una especie de solidaridad gremial que se deja ver en muchos pasajes del libro, el recuerdo de los grandes payasos permaneció en las mentes de los actores que luego triunfaron. Al fin y al cabo, Chaplin, Keaton y Grant habían compartido las mismas penurias juveniles que esos artistas a los que admiraron.
En sus memorias, Chaplin le dedica un entrañable recuerdo a Marcelino, aunque creyendo por error que era francés. De niño, había actuado junto a Marcelino haciendo de gato. El payaso español se tenía que caer encima de Chaplin, y se quejaba de que este no arqueaba lo suficiente la espalda para amortiguar su caída. En palabras de Chaplin, debido al éxito de los números cómicos de Marcelino, “todo Londres enloqueció”. Eran los buenos tiempos londinenses de Marcelino, que pronto acabarían. Cuando se volvieron a encontrar, en Nueva York, Chaplin ya era un artista reconocido, pero Marcelino estaba de capa caída, en un “melancólico letargo” que le produjo gran tristeza a Chaplin. Por su parte, un ya famoso y viejo Buster Keaton, que había tenido también una infancia difícil y una vida marcada por el alcoholismo, declaró en 1960 que sus payasos favoritos eran Marcelino y Frank Oakley. Un anuncio de una de sus actuaciones en 1905 rezaba así: “Quizás pienses que te trataron con dureza cuando eras niño; ¡mira cómo tratan a Buster!”. No es casualidad que Keaton apareciera en Candilejas, haciendo de viejo camarada del acabado Carmelo: Keaton y Chaplin sabían muy bien qué significaba el fracaso en la vida de los payasos, que empezaba en la incertidumbre de perder a la familia y continuaba con un éxito perecedero que podía desvanecerse en cualquier momento. Como en Candilejas, Marcelino volvió al Hippodrome y pensó equivocadamente que esta vez le iría bien. En su vuelta coincidió con un joven Cary Grant, que entonces se llamaba Archie Leach y huía de una familia difícil con un padre alcohólico y una madre depresiva. Detrás de las sonrisas seductoras o alegres de estos actores se escondía una vida que había sido miserable.
En este libro lleno de historias, Víctor Casanova Abós cuenta con maestría un mundo que desapareció y muestra lo que un biógrafo puede crear cuando se inicia en una búsqueda desprejuiciada. Es uno de esos libros que deberían leer los españoles que van a Nueva York, en la que aún hoy quedan vestigios de lo que fue su legendario circo. A mí el libro me acompaña todos los días, cuando para ir a mi universidad tomo la línea A o C y paro en la estación 34th Street–Penn. En el subsuelo, hay una serie de pinturas sobre el circo que ha hecho el pintor Eric Fischl. En una de ellas, se ve a un payaso entre un fondo expresionista que hace que el conjunto dé un poco de miedo. Tras leer el libro de Víctor Casanova Abós se entiende mucho mejor esta pintura: ahora sé perfectamente que, detrás de la sonrisa enlatada del payaso, está la historia de un juguete roto.
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