Cecilia Zinicola - publicado el 30/01/21
Hay beneficios en poder relatar nuestras historias de vida y compartirlas con los demás. El relato de nuestra vida como una biografía
Uno de los grandes hechos del siglo XXI ha sido la llegada de la virtualidad a nuestra vida cotidiana. La pandemia ha afianzado este mecanismo de interacción permitiendo mantenernos conectados más tiempo, pero al mismo tiempo se ha incrementado una sensación general de insatisfacción o que nos hace sentirnos incompletos.
En su libro “Filosofía ante el desánimo”, José Carlos Ruiz propone pensar la vida con un pensamiento crítico para no caer en esa insatisfacción constante que nos puede llevar a un desánimo crónico. Parte del mismo se da cuando nuestro mundo virtual lo acapara todo y nos vamos alejando de vivenciar o dejar de revisar las experiencias que son reales.
Por eso, una de las claves de estos tiempos es poner el foco en recuperar esa realidad que muchas veces dejamos de lado sin darnos cuenta. Cuando el olvido se ha apoderado del presente y cada vez estamos más obligados a poner la atención en lo inmediato, se hace necesario entender nuestra singularidad acudiendo a nuestra biografía, a la historia de nuestra vida.
En el pasado el relato de lo vivido nos llegaba por parte de otros familiares, encuentros donde se contaban las anécdotas o se compartían álbumes de fotos como elementos visibles y una fuente a la cual acudir para recordar. Incluso las cartas o postales se guardaban y uno podía volver a ellas, con sus estilos o perfumes. La experiencia estaba llena de detalles.
Todo ese relato de las circunstancias reales con el tiempo se fueron simplificando y sustituyendo por otras de tipo virtual que empezamos a poder “controlar”. De hecho, en una red social se puede dominar una circunstancia: hacer que la mirada de otro esté controlada aplicando filtros, etc. Esto es atractivo, pero se va gestando una brecha entre el “yo real” y el “yo virtual” que se agranda y al final produce malestar.
Toda vida tiene un sentido y un propósito. Puede ser un ejemplo, una motivación, dar esperanza o un impulso para cambiar de rumbo cuando sea necesario. Los cristianos estamos llamados particularmente a dar testimonio con ella, a vivir una historia verdadera de amor. La invitación es poder ser capaces de vivirla y compartirla al máximo.
Al contar nuestra historia somos capaces de transmitir un mensaje o una idea, conectar con otros, hacer de los hechos algo memorable, aprender de los errores y apreciar lo bueno que nos ocurre. Damos muchas cosas por hechas, pero cuando somos capaces de ubicarnos en el tiempo y tener un relato de vida, los beneficios son mayores.
Encontrarle un sentido a las cosas
Al contar nuestra historia estamos dignificando los años de vida. Es decir, una vida que no se entiende como una mera acumulación de tiempo. Está llena de sentido. ¿Cuántas veces nos sentimos mal al enfocarnos en un hecho concreto sin recordar cuántas cosas buenas hemos vivido o cómo hemos llegado hasta allí?
Parte de la biografía de una persona se define por el lugar en el que se nace y el tiempo. El resto son decisiones y lo que uno hace con lo que le ha tocado. Muchas veces se nos olvida que una decisión está clavada en diferentes contextos de la vida y es bueno ser capaz de verlo en cada una de las etapas.
Aprender de las experiencias
Con frecuencia escuchamos que nos dicen que el consumir experiencias es la esencia de la identidad, pero nadie nos dice que cuando consumimos una experiencia lo importante es volver a ella en forma de repetición para ver qué nutrientes se pueden extraer de aquello que hemos vivido.
Cuando contamos con una autobiografía, podemos volver a mirar con mayor facilidad hacia algún hecho o experiencia personal del pasado. Al revisar la historia aprendemos algo de ella, tomamos conciencia de los aciertos y errores y podemos trazar un camino. La vida siempre tiene algo novedoso que aportarnos.
Conectar más profundo con los demás
Contar la historia de nuestra vida usando la oralidad implica introducir el elemento de la voz como mecanismo no solo de transmisión, sino también de conexión con la atención del otro. Hay una gran necesidad de profundizar en el modo de conectarnos más allá de palabras escritas en un mensaje o al vernos a través de una pantalla.
La red nos conecta pero no permite la vivencia que es algo que ocurre en el presente, en vivo y en directo. Cuando se mediatiza demasiado una relación, el vínculo empieza a degenerar en uno de tipo más conectivo pero no resolutivo en la vivencia. El desánimo puede llegar cuando uno idealiza un concepto de una relación que en los hechos es muy diferente.
Descubrir el valor de lo propio
Todos necesitamos contar con lugares estables buscando dar lo mejor para cada momento. Existe una riqueza en el tránsito, en la facilidad de adaptarse y responder positivamente a los cambios que enfrentamos hoy, pero también es importante saber que uno tiene una base de origen y un punto de llegada, un sitio del que viene y hacia dónde se dirige.
Caminamos hacia lugares de tránsito pero necesitamos un destino. El futuro de nuestra vida, aun con gran incertidumbre, se puede proyectar solo con bases sólidas. El caos nos da mucha ansiedad, pero la rutina es una parte que asienta la identidad de la persona. Esos espacios seguros son los que permanecen y siempre están allí en nuestra historia de vida.
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