miércoles, 18 de mayo de 2022

LA CONVERSIÓN DE UN OBISPO



 MACKY ARENAS

CARLOS MÁRQUEZ, RECIÉN DESIGNADO OBISPO AUXILIAR DE CARACAS, HA EXPERIMENTADO EN SU PROPIA CARNE LA MISERICORDIA DE DIOS

Sobrevivió a un horrendo accidente del cual nadie sabe cómo salió vivo. Menos él mismo. Fue el 26 de diciembre de 1991 y, a partir de allí, lo que siguió fueron manifestaciones de Dios en su vida, algunas perceptibles, otras más sutiles. Pero todas decisivas para que su vida diera un giro que jamás imaginó. “Que sea Él –Dios- el protagonista de este relato, no yo”, fue lo único que pidió antes de conversar. Bastante complicado, puesto que la intervención divina y las circunstancias tan impresionantes que le tocó vivir están completamente imbricadas. No obstante, lo intentaremos. Y tal vez no sea tan difícil, pues sólo Dios puede convertir un auténtico thriller en una historia inspiradora con final feliz. Se trata de la historia de Carlos Márquez Delima, hoy obispo auxiliar de Caracas, recién nombrado por el Papa Francisco.

Su camino de Damasco

El Cardenal Baltazar Porras Cardozo, en la homilía de su ordenación episcopal, se expresó en estos términos sobre él: “Carlos, tuvo su camino de Damasco, a raíz del accidente que casi le arrebata la existencia y del que quedan las huellas en su cuerpo. Fue la ocasión de la conversión integral que lo ha llevado por senderos que nunca pensó ni soñó; pero que lo han conducido a ser copartícipe de los dolores y sufrimientos de su pueblo, y a experimentar en su propia carne, la misericordia de Dios. En la devoción al Corazón de Jesús ha encontrado el bálsamo sanante que le da vigor y coraje para seguir adelante”.

Es necesario partir de una premisa importante: a pesar de que su familia era católica, no era particularmente creyente; y él mismo profesó las ideas comunistas en su juventud. Siendo un estudiante en Canadá, asistía a reuniones con personas simpatizantes de la misma ideología; pero tuvo que desertar obligado por los contertulios, temerosos de que aquella membresía le costara la deportación. “En honor a la verdad, eran reuniones en casa de gente muy fina y pudiente; comunistas de salón como se dice ahora, con todo y piano de cola. Yo iba por lo bien que se comía y se pasaba, más que por otra cosa”. Ocurrió que un buen día, el camino de Damasco lo hacía en auto, no a caballo; pero, al igual que el de Saulo, sufrió una colisión, una conmoción y una vivencia desgarradora y definitoria para el curso de su existencia en adelante.

El Carlos Márquez antes del accidente

Llegados a un salón de la casa parroquial, pregunta: “¿Te importa si te ofrezco café en una tacita de peltre?”. “Para nada, dije, así sabe mejor y los periodistas estamos acostumbrados a todo. Somos colcha y cobija”. Riendo, fue por el café. “Yo era un joven dedicado a hacer dinero”, comienza su alucinante historia. “Tenía una empresa de importación de juguetes y antes había sido ejecutivo en un hotel capitalino. Hice todos los cursos imaginables de gerencia hotelera y hasta llegué a dictarlos. Me recibí de técnico superior en acuicultura y pesca. Eso es lo que soy (…) En bachillerato era buen alumno, al graduarme estaba muy confundido en la vida y decidí irme al exterior para estudiar. Había becas disponibles en ese tiempo y nadie las pedía para pesca, por lo cual lo hice y se me dio”. Había sido Scout y durante una experiencia en los andes venezolanos se aproximó a la acuicultura, le encantó y no desaprovechó la oportunidad que se le ofrecía en Canadá. Producto de eso, su inglés es muy bueno; tanto, que hasta lo enseñó durante un tiempo. Pero lo que había estudiado en Canadá no tenía nada que ver con lo que después se dedicó a hacer. Y mucho menos con el impredecible vuelco que daría su vida.
Un dato es interesante: siempre tuvo inquietud por los problemas sociales y cómo ayudar. Su formación inicial en la filosofía y en la política era marxista por influencia del querido tío político de un amigo de la infancia; quien, durante su adolescencia, lo adoctrinó en el comunismo. “Mis padres no lo eran; pero, aún creyentes, tampoco eran practicantes, aunque mi padre siempre fue simpatizante de la izquierda”. Era profesor y estaba imbuido de esas ideas de ayudar a la gente; con una marcada vena social que le transmitió a Carlos, el menor de cuatro hermanos. En esos tiempos, nuestro personaje se entusiasmó por una carrera docente y cayó en sus manos un libro: Pedagogía del Oprimido de Paulo Freire. “Mi idea era simple, montar una granjita y enseñar a leer y escribir a los campesinos. Esa era mi meta”.

Entre el tío ateo y la Madre Teresa

En esa época era no creyente, por no decir ateo. Un amigo de la adolescencia que él llama “el Dr Bozo”, fue un gastroenterólogo, y le enseñó a negar la existencia de Dios. Era tío de un gran amigo de su infancia, “un hombre más bueno que el pan”, aclara; pero tenía esas convicciones de ateo militante. Carlos nunca llegó a ser ateo; más bien sostenía que la Iglesia era un catalizador del cambio social, y que necesitaba existir. A ello se agregaba su fanatismo por la Madre Teresa de Calcuta. Ella era su cable a tierra, como el de tantos que buscan y rebuscan la bondad humana, encontrándola en su obra y entrega. “Para mi esa mujer era genial, lo mejor de este mundo, pero yo no rezaba. No obstante, ese espíritu samaritano me lo inculcó, también, esa admiración que sentía por ella”. Para entonces, tenía 17 años y de vez en cuando iba a la misa de la parroquia universitaria pues le encantaban las homilías del sacerdote celebrante, el P. Luis Olaso, sj. “Esas homilías me parecían espectaculares. Siempre quise hablar con él, pero al final de la misa todo el mundo lo rodeaba y me quedaba con las ganas”. Confiesa que por eso hoy, al terminar sus propias misas, no deja ir al que desea hablar con él. “No lo suelto porque… quién sabe si es la última oportunidad que tiene de conversar cosas de fondo”. En resumidas cuentas, antes de ese accidente que casi le cuesta la vida, así era él. Simplemente, un joven, como tantos; un poco errático, pero en carrera loca por tener éxito en una Venezuela rica, pujante y botarata.

El accidente

Iba manejando su vehículo por una conocida autopista que da acceso a Caracas cuando, de repente, una rueda salió de su sitio, el auto derrapó y terminó incendiándose con él dentro. Resultado: el 43% de su cuerpo quemado. Era el 26 de diciembre de 1991. Hoy, no sabemos si calificarlo de fatídico o de premonitor y auspicioso. El mecánico que chequeó su auto, antes de emprender el viaje, le había asegurado que estaba en perfectas condiciones. Iba lejos, fuera de la capital. Las palabras del mecánico fueron: “No te preocupes, ese carro llega hasta la China”. Y él, con ironía, apunta: “¿Hasta la China? ¡No pasé de Los Teques!”, una ciudad que está a 40 minutos de Caracas. Al salirse la rueda, el vehículo – un Fiat Uno – hizo remolinos e impactó una camioneta. El auto se incendió de inmediato. Nadie se lesionó en el otro vehículo. Pero él quedó gravemente herido; y no murió porque no le tocaba. Quedó en tan malas condiciones que lo pensaban muerto. Un amigo de la infancia le salvó la vida, “es como mi hermano – dice – íbamos en caravana, cada uno en su carro. Vio el accidente y se regresó”. Se llama Bruno y le decían que no tenía caso sacarlo del auto si ya estaba muerto. Él respondió que lo sacaría aunque tan sólo fuera “para enterrar algo”, en referencia al respeto por lo que creía los restos de su amigo.
Lo sorprendente no para allí. Apenas lo sacan, el auto hace explosión. No cabe duda de que no era su día para despedirse de este mundo. La mano de Dios se vio, primero, en los cuatro galones de agua que tenía uno de los amigos en la maleta del carro. Me “apagaron” con agua, dice. Eso facilitó que la piel se refrescara y no se quemara más. Luego, un hecho insólito: pensando que estaba muerto, lo metieron en la cajuela del auto. “Una vez allí, me incorporo y ellos, abismados, me llevan corriendo al hospital dejando la tapa abierta, lo cual permitió que me enfriara un poco. No creo en las coincidencias. Dios quiso que yo viviera. Más nada”. En el trayecto, él se encontró repitiendo sin cesar “¡Dios mío, que no me muera!”. Después de tantos años alejado de Dios, apelaba a Él con fe. Y no se murió. Pasaron muchas cosas a partir de allí que sería muy largo contar. Algunas, particularmente hermosas. Si bien estuvo en la antesala de la muerte, no vio túneles ni nada de esas experiencias fantásticas, extrañas y extracorpóreas, que muchos aseguran ver en semejantes circunstancias; a pesar de que, durante el proceso de recuperación, estuvo muy cerca de la muerte en varias ocasiones.

El encuentro con Dios

Afirma que fue a través de la gente. “Gente que no tenía por qué quererme y me quiso. Gente que no tenía por qué cuidarme y me cuidó. Gente que no tenía por qué ayudarme y me ayudó. Y todo en el nombre de Dios, de un Dios que es bueno, que te acompaña, que no te deja y que suscita solidaridad y fraternidad con el que sufre. Que es capaz de compasión”. Ese fue su encuentro con Dios. Una vez fue a Roma y entró en la basílica de una mártir, Santa Praxedes, cerca de Santa María La Mayor, donde está la columnata a la que ataron a Cristo para flagelarlo. “Cuando me enteré de eso – y hace una pausa por la emoción – me fui para allá a llorar. Porque el Señor perdió toda su piel allí, el flagelo romano se traía la piel y no hubo parte de su cuerpo que no sufriera”. Allí le habló al Señor y le dijo: “Señor, tú sabes lo que es el dolor de quedarte sin piel, tú me amas y te compadeces de mí”. Allí reafirmó la forma como Dios conoce y comparte nuestro sufrimiento. El suyo, el que había vivido y seguía viviendo pues es el tipo de padecimiento que, de alguna manera, continúa por siempre. En ese lugar, supo que contaría con esa asistencia divina que le mantendría la esperanza para seguir adelante.

“Ese no amanece”

Varias personas importantes se cruzaron en su camino y adquirieron gran significación para él. Entre ellos un obispo venezolano – entonces sacerdote, monseñor Luis Armando Tineo – que conoció en la Terapia Intensiva, visitando enfermos. La enfermera le decía “Hágale todo, padre, porque ése no amanece”. Él podía escuchar. No se explican cómo al quinto día salió de la unidad de cuidados intensivos. Una vez en la habitación pregunta a su hermano si estuvo alucinando o él le había llevado a un cura. Su hermano, creyente, responde: “¿Para qué, si tú no crees en eso?”. Le manifestó que querría verlo de nuevo y el hermano movió cielo y tierra para localizar al sacerdote, quien preguntó: “¿En qué funeraria lo tienen?”. Tan mal lo había visto. Volvió para hablar con él y lo visitaba, naciendo una bonita amistad entre ellos. Fue conociendo comunidades parroquiales que le abrían sus puertas y lo recibían con los brazos abiertos. Consiguió un excelente trabajo ganando muy buen dinero. “La mano de Dios estaba por todos lados y me iba conduciendo sin darme mucha cuenta”.

“¿Tienes miedo?”

“Por solidaridad, comencé a visitar la unidad de quemados de un conocido hospital caraqueño. Allí había un capellán de origen catalán, el P. Delfin Palau. Un hombre extraordinario. Viendo que Carlos sólo visitaba a los quemados, le animaba a visitar a todos los enfermos. Él no entendía por qué y el capellán le preguntaba “¿tienes miedo?”. Miedo no, claro, así que lo hizo. Creó una fundación para ayudar a niños quemados y progresó mucho en esa labor. “La cosa fue avanzando – cuenta – al punto de que si se estaba muriendo un niñito y era una emergencia, yo lo bautizaba; luego, celebraba la Palabra en el hospital como laico; y un buen día me dice el P. Delfin Palau que yo debía hacerme diácono”. Allí se asustó: “¿Diácono, yo?”. El padre lo animaba: “Pero si ya lo eres de facto, bautizas, celebras la Palabra, visitas a los enfermos, ¡ya tú eres diácono! Lo que falta es que te impongan las manos”. De nuevo la pregunta: “¿Tienes miedo?”. Y se decidió. Ya el hospital les quedaba chiquito. Empezaron a visitar enfermos por toda la ciudad. El P. Palau atendía también a muchachos con sida, a los que nadie quería ver. Carlos lo acompañaba siempre. Una vez los llamaron porque un joven se estaba muriendo de sida y nadie se atrevía a llevarlo al hospital. Hasta su humilde vivienda fueron y lo metieron en un pequeño Volkswagen que tenía el diácono y lo trasladaron. “Lo cargamos, el pobre hombre no pesaba ni treinta kilos. ¡Cosas terribles!”. Cuando vino a ver, estaba ordenado de diácono. Ya era clérigo.

“Alguien tiene que echar el anzuelo”

Hurgando en la aparición de su vocación, explica: “Alguien tiene que echar el anzuelo. Si no hay quien haga la invitación puede diluirse. Hay que cerrar la venta”, dice acudiendo al símil de buen experto financiero. Nos reímos de buena gana con el ejemplo. “Es que hice muchos cursos de ventas – agrega – tú puedes ser un excelente vendedor; pero si no sabes cerrar la venta, sencillamente no vendes. Y el P. Palau era excelente cerrando la venta. Otra vez el ¿tienes miedo?”. Esta vez respondió, tajante, que no. A veces recela de quienes dicen que tuvieron una visión donde Dios les pedía que fueran sacerdotes. Piensa que es más un asunto de poco a poco. Y hay momentos de duda, claro. Los experimentó también. “En todas partes hay líos. Somos seres humanos. En la Iglesia también los hay y yo estuve un tanto escandalizado en una época. No obstante, persistí. Soy de los que, cuando toman una decisión, no se echan atrás. Me tomo mi tiempo pero al hacerlo es definitiva”. En aquel momento de duda, iba resuelto a renunciar a una instancia de la Iglesia en la que participaba. Pero un hombre lo detiene en la calle y llorando le dice: “Cuando yo estaba enfermo, usted me visitaba en el hospital y yo rezo todos los días por usted. Siga adelante”, y lo abrazó. Como decimos en el béisbol, fue un flaicito del Cielo. Los mensajes de Dios a través de la gente común. Y no renunció.

El click

“Te podría contar tantas cosas –dice- pero sería interminable”. Sólo retrocede un poco en el tiempo de este relato para revelar lo que terminó haciendo el click en su conversión: un retiro en la famosa abadía benedictina de Guigue, en el centro del país. Decide confesarse y aparece el P. Otto – con un impronunciable apellido alemán –, luego llegó a ser abad, ya fallecido; quien lo dirigió espiritualmente muchos años. “Fue la típica confesión de un recién llegado a la fe, muy dura. Uno casi se cae a latigazos. El P. Otto no habló, con toda paciencia me dejó hablar. Al final señaló mi problema: yo tenía que dejarme amar por Dios. La penitencia que me asignó fue Isaías, 43-4, tú eres precioso para mí y yo te amo. Pasé tres días llorando en esa abadía. Creí profundamente que, a pesar de estar desfigurado y quemado, yo era precioso para Dios”. Insiste en que saberse amado por Dios sin restricción es una experiencia liberadora.

La transfiguración

El primer niño que bautizó como diácono se llamaba Isaías. “Ese día supe que estaba donde Dios quería que estuviera”. Otra sorpresa: lo ordenan diácono un sábado 06 de agosto Solemnidad de La Transfiguración del Señor. La transfiguración es lo contrario de la desfiguración. “Me desfiguró la candela y el Señor me ha ido transfigurando”. Lleva 24 años de diácono, 19 de sacerdote. Llega a obispo a los sesenta años. Su vocación fue tardía, como dicen, pero él ataja: “Nunca es tardía, en todo caso, vocación adulta. Nunca es tarde para Dios”. Y da el paso por el cardenal Ignacio Velazco, antiguo arzobispo de Caracas. “Él hizo una campaña admirable pues yo estaba feliz como diácono, no quería más nada. Donde no había sacerdote, yo iba, pero sin pensar en meterme en compromisos más allá. No obstante, el cardenal Velazco me instaba a dar el paso y yo me hacía el desentendido. Simplemente me lo decía y esperaba”.

El bombardeo

Como era diácono, no podía administrar algunos sacramentos y, donde quiera que iba, la gente le caía encima para que actuara como un presbítero, con sus necesidades y sus urgencias. “Era como un bombardeo. Muy fuerte. De nuevo, Dios manifestándose a través de la gente para que yo fuera más allá”. Era Semana Santa. “Esto que te voy a contar, me cuesta. Aparece una señora con un niñito que sufría de espina bífida y me dice que quiere rezarle al Nazareno. Inmediatamente me ofrecí a cargarlo para acercarlo a la imagen. Como pudo, el niño se acercó al Nazareno y le dijo Concédeme una gracia. Más nada, no dijo más nada”. (En este punto paramos pues la emoción no lo dejaba hablar). Continúa: “Al escuchar al niño fue como si un corrientazo me recorriera. Me puse a llorar. Devolví el niño a su madre. Me volví al Señor y le dije: ¿Sabes qué? Yo no peleo más contigo. Si quieres que yo sea cura, lo seré”.

Todos somos elegidos

“Me tocó predicar el Domingo de Resurrección en la misa de 6:00. Yo tenía un nudo en la garganta pues sabía que Cristo resucitado se hace presente en el enfermo, en el pobre, en el que nadie quiere, esperando para abrazarte. Así que en mi prédica les conté mi experiencia con el niño; dije que me encontré con Jesús resucitado en ese niño. Yo no sabía que el muchachito estaba allí presente”. La madre, al final y entre lágrimas, le dijo que el niño estaba muy agradecido porque habló de él. En realidad, estaba hablando de Cristo. “No lo vi nunca más ni supe más nada de él. Pero a la semana siguiente fui a hablar con el cardenal Velazco, decidido a ordenarme. Y es que la experiencia mística verdadera es encontrarse con Dios cuando estamos con el necesitado y el desvalido. Allí está Cristo y nos beneficiamos nosotros de todo ello. Todos somos elegidos por Dios. Nadie es elegido para la violencia y el terror. Todos somos elegidos para amar”.

Una confidencia

Cuando, hace muy poco, recibí el báculo del Cardenal Baltazar Porras, le comenté: “Eminencia, se lo voy a decir en inglés: Not even in my wildest dreams, I thougt of being a bishop” (ni en mis más locos sueños pensé jamás que sería obispo). “Te hago esta confidencia, con el perdón del cardenal, porque mi máxima aspiración después del accidente era ir a misa los domingos. Y hoy, mi aspiración como obispo es servir. Es la gracia que pido a Dios. La fuerza de la voluntad es la más débil de todas las fuerzas. Es la fuerza de la gracia de Dios la que lo puede todo. Es la fuerza del Amor. ¡Esa sí puede!”.

Aleteia

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