"Dióscoro Puebla", El desembarco de Colón, óleo sobre tela (1862), Museo del Prado, Madrid |
Resulta superfluo notar que la primera Navidad en América no pudo ocurrir antes de que llegaran los conquistadores europeos. Lo que sí queda claro es que aquella primera Navidad fue todo menos una celebración. La historia la cuenta el mismo Colón en el Diario del Primer Viaje, pero también su hijo Hernando en la biografía que escribió de su padre, la Historia del almirante Don Cristóbal Colón. El cinco de diciembre había llegado a Quisqueya, la “madre de todas las tierras”, isla que bautizó como La Española. Venía de descubrir Guanahaní y Cuba, la que creyó que era Japón (“Quisiera oy partir para la isla de Cuba, que creo que debe ser Çipango”), pero Quisqueya le parecía de las mayores y la más rica entre las que había visto. Colón fondea en una bahía a la que dio el nombre de Santo Tomás (cuya fiesta se celebra el día veintiuno), en la costa norte de la isla, donde hoy queda la ciudad de Cabo Haitiano. De ahí envía una expedición al mando de su escribano, el segoviano Rodrigo de Escobedo, a fin de establecer contacto con los aborígenes. Los exploradores regresan a la nao cargados de regalos enviados por el cacique Guacanagarí, del cacicazgo de Marién: entre ellos, pedazos de oro. Entonces el Almirante se plantea construir un fuerte o un asentamiento en tierra para emprender la búsqueda de probables yacimientos. Esto a pesar de que no estaba autorizado por las capitulaciones que había firmado con la reina Isabel.
El lunes día veinticuatro, posiblemente con la caída de la tarde, Colón decide bajar a tierra con la salida del sol y conocer personalmente al cacique Guacanagarí. Navega hacia Punta Santa, al este de la bahía, y se retira temprano a descansar después de dos días sin dormir. También el marino encargado de gobernar la nao, Juan de la Cosa según el mismo Colón, se va a dormir, dejando la nao al cuidado de un inexperto grumete (“lo que mucho siempre avía el Almirante prohibido en todo el viaje: que no dexasen gobernar a los grumetes”, se quejará en su Diario). La Santa María era una nao grande y pesada, capaz de desplazar entre 100 y 500 toneladas, a diferencia de La Pinta y La Niña, carabelas más chicas y ágiles. Tenía tres mástiles con velas cuadradas y castillos de proa y popa, pero carecía de remos, por lo que su margen de maniobra era reducido. Hacia medianoche el grumete da la alarma al ver que las corrientes llevaban a la nao directamente hacia un banco de arena. Colón trata infructuosamente de evitar el desastre. Al darse cuenta de que el naufragio es inevitable, la tripulación abandona la nave. Consciente de que no podrá salvarla, el Almirante pide auxilio a Guacanagarí, quien envía canoas. Con ellas rescata lo que puede y lo embarca en la Niña, aunque otro destino le espera a la artillería. Nadie murió, pero la Santa María quedará inservible.
Colón había comprendido que Guacanagarí era uno de los principales caciques de la región. Sin embargo, su autoridad no era incuestionable. La retaba Caonabo, líder del cacicazgo de Maguana, de violentos hábitos caníbales. Sin duda una alianza entre Colón y Guacanagarí sería beneficiosa para ambos, y un puesto de avanzada, de inmensa utilidad para los españoles. El día veintiséis, algo repuestos del desastre, Colón hizo limpiar el promontorio frente al lugar del naufragio, y allí, con los restos de la nao, comenzó a construir la Villa de la Navidad, como quiso llamarla, en realidad un precario fuerte a unos quince kilómetros al este de Cabo Haitiano. Se trataba de una torre y unas pocas cabañas de madera rodeadas de un foso. Allí dejó treinta y nueve de sus hombres, entre los cuales un cirujano, un sastre, un tonelero, un carpintero, un calafate y un lombardero. También quedaba la artillería de la Santa María, provisiones para un año y semillas para sembrar. Al mando dejó como alguacil al cordobés Diego de Arana, uno de sus hombres de confianza, al parecer primo de Beatriz Enríquez de Arana, su fiel compañera. El viernes cuatro de enero de 1493, después de pedir a los que quedaban que obedecieran a Arana y a Guacanagarí y que no hiciesen daño a los indios, el Almirante emprendía el regreso a España.
Un año después, en noviembre de 1493, Colón volvía a la Villa de la Navidad como había prometido a sus hombres, pero no encontró nada de lo que había dejado. El día veinticinco, fondeado frente a la costa, envió una expedición a la isla. Encontraron dos cadáveres irreconocibles con una soga de esparto al cuello y los brazos en cruz atados a un madero. Al día siguiente hallaron dos cuerpos más, también crucificados. En este caso se podía distinguir la barba, lo que probaba que eran españoles. Esa noche la flota llegó a la Punta Santa, el lugar donde se había construido la villa. A distancia prudente de la costa, hacen tiros de cañón para anunciarse, pero no recibieron respuesta ni alguna luz se encendió. En la madrugada una canoa con indios se acercó y comunicó a los navegantes que los españoles de la villa estaban bien, aunque algunos habían muerto de dolencias naturales. El día veintiocho los marinos desembarcaron y llegaron al fuerte. Lo encontraron incendiado y a todos los españoles muertos. Gonzalo Fernández de Oviedo, en su Historia general de las Indias, dirá que fueron muertos por los taínos, “no pudiendo sufrir sus excesos porque les tomaban las mujeres e usaban de ellas a su voluntad, e les hacían otras fuerzas y enojos, como gentes sin caudillo e desordenada”. También el Padre Las Casas contará algo parecido, solo que en esta versión los españoles “riñen entre sí y se acuchillan”, y los restantes mueren a manos de Caonabo. Hernando Colón, en su biografía, cuenta que “empezaron a nacer discordias, porque cada uno quería rescatar el oro por sí y tomar las mujeres que le parecía”.
En 1985 un grupo de arqueólogos de la Universidad de Florida, bajo la dirección de Kathleen Deagan, anunciaba haber encontrado cerca de Cabo Haitiano los restos de lo que parecía ser una aldea indígena, con tumbas donde se mezclaban artefactos locales con materiales europeos, como vidrio veneciano o cerámica española de la segunda mitad del siglo XV. También encontraron un foso (mencionado en el Diario de Colón) con un diente de cerdo y un hueso de rata en su interior, animales traídos a América por los europeos. Se pensó que se trataba de la aldea de Guacanagarí, pero otros creyeron que se trataba del propio Fuerte de la Navidad. Seis años después, en 1991, un proyecto encargado por el entonces primer ministro español Felipe González envió un grupo de arqueólogos bajo la dirección de María Luisa Cazorla, que finalmente ubicó los restos de la Santa María (y por tanto del Fuerte de la Navidad). Estos restos continúan sepultados unos seis metros, bajo un terreno aluvial formado por los sedimentos del Grand Rivière du Nord, un río que desemboca al este de Cabo Haitiano y que en cinco siglos ha ganado casi un kilómetro al mar. Los restos hubieran sido desenterrados, si no fuera por que en agosto de ese año el general Raoul Cedras dio un golpe de Estado y derrocó al presidente Jean Bertrand Aristide, y los arqueólogos tuvieron que salir corriendo de la isla.
La efímera historia del primer asentamiento europeo en América está estrechamente relacionada con la de la primera Navidad que pasaron los europeos en el Nuevo Mundo. Se trata de una historia que todavía no termina de contarse. Pero mientras los arqueólogos confirman o desmienten las versiones incompletas y contradictorias de Colón y los cronistas, interesa notar cómo un relato que debería hablarnos de civilización y de fe termina lleno de ambición, violencia y muerte.