martes, 14 de marzo de 2023

Crónica del olvido

 


POR Tomás Straka

Uno

El próximo domingo, me dice la periodista, se cumplen diez años de la muerte de Hugo Chávez. No fue hasta ese momento que reparé en la fecha. Tal vez la abigarrada cotidianidad que nos sumerge a todos, pensé con algo de vergüenza, hizo que se me pasara completamente por alto, y ahora tenía ante mí a una reportera y su camarógrafo que habían cruzado la ciudad hasta la universidad y, la verdad, no tenía nada pensado sobre el tema. Una década atrás los venezolanos no hicimos otra cosa que pensar en la agonía e inminente muerte de Chávez. Ahora su conmemoración me agarra desprevenido.

Fue una entrevista corta, pero el asunto me quedó dando vueltas en la cabeza. ¿Cómo es posible que algo así se hubiera escapado de mi atención? ¿Habré sido sólo yo o es que en general nadie habló del asunto? Lo comenté en una reunión que tuve aquella misma mañana, y las reacciones fueron similares a la mías: “¿Qué? ¿Ya diez años?”.

Y lo hablé, en una especie de pequeña encuesta, más o menos con todos con los que pude en los siguientes días, incluso con un par de chavistas. Una y otra vez lo mismo: el Comandante Eterno, aquel (o Aquel, así, en mayúsculas, para algunos) que desde el más allá habría de seguir liderando los rumbos de la Revolución, es un recuerdo cada vez más difuso entre los venezolanos. Empeñados en salir delante, muchas veces literalmente enfocados en sobrevivir, estamos demasiado preocupados por el día a día y por lo que puede depararnos el mañana, como para detenernos a pensar en alguien a quien alguna vez tributamos casi todos nuestros pensamientos, amándolo u odiándolo casi con igual intensidad.

La eternidad de aquella comandancia ha sido muy corta. Citar a Neruda puede sonar a cliché –¡y sobre todo citarlo con el poema con el que lo haremos!– pero, en efecto, muchas veces el amor (o el odio, que suele estar a un paso) es mucho más corto que el olvido.

Dos

La periodista pregunta si el legado de Chávez está vivo. Absolutamente, le respondo, sin dudarlo y con una velocidad que me sorprende a mí mismo. Todo esto que tenemos alrededor, todo lo que hemos vivido, especialmente en el trecho tormentoso de 2017 a 2021, todo, desde el gobierno hasta la oposición; los que se fueron y los que nos quedamos, los pensionados que cobran menos de diez dólares al mes y los que compran deportivos de último modelo; todo, absolutamente todo, para bien o para mal, tiene en algún punto de su configuración, al menos de su configuración reciente, a Hugo Chávez. El legado no es lo que se quiso hacer; o lo que pudo haber sido y no fue. El legado no son las intenciones o los buenos deseos. El legado, valga la perogrullada, es lo que en concreto se lega, y esta Venezuela que tenemos, es en gran medida la que dejó Chávez al morir. En eso tiene razón el lema, cada vez menos voceado, de que Chávez Vive. Sí, vive, y mucho, en cada una de estas cosas.

En términos de recuerdo –aquellos que por una u otra razón sigan recordándolo– es un legado difícil de evaluar.  Para muchos, los de Chávez han sido los mejores años de su vida, y si las cosas no han salido después como se esperaban, eso se debe a muchos motivos, pero nunca a él.  Se puede conceder que en modo alguno se debe a él solo, ya que por grande que haya sido su hiperliderazgo, actuó siempre en equipo y con el apoyo mayoritario de la sociedad. Otros ven el legado como una decepción amarga. Y un sector, que nunca creyó en él, como la triste confirmación de sus peores temores (y, si se atreven a pensarlo con más valentía, de su derrota tratando de detenerlo). Desde 1999 Venezuela no ha dejado de batir récords. Confirmando el lema de que en socialismo “lo extraordinario se convierte en ordinario”, los saltos y las caídas han sido tales y tan frecuentes, que el país ha hecho las veces de un equilibrista temerario, por un tiempo bastante afortunado, pero que al final pagó el precio de tentar demasiado su suerte.  Al final, al caer, vio que no tenía una malla.

La lista de lo ocurrido es capaz de asombrar a cualquiera: un trillón de dólares en el boom petrolero de 2004 a 2011, y después la contracción más grande de la que se tenga noticia desde que los datos económicos comenzaron a medirse, de un 80% entre 2015 y 2020, según la estimación de diversos economistas. El logro de fabulosas victorias sobre la pobreza entre 1999 y 2013 (bajó de un 70% a un 30%), para después rebotar hasta un 90%, de acuerdo a estudios como los de ENCOVI. Una explosión de consumo que llevó a una alarmante proporción de 30% de la población con sobrepeso u obesidad hacia 2012 (y a la FAO a decir ese mismo año que Venezuela había erradicado el hambre), a la crisis humanitaria compleja de 2017 y 2019, cuando los venezolanos perdieron en promedio once kilos por hambre, un adelgazamiento, sin embargo, que si bien compensó la obesidad producida por la explosión de ferias de junk food en los centros comerciales de los primeros años 2000, lo hizo sin seguir normas mínimas nutricionales: para el 2020 ese mismo porcentaje del 30% sufría desnutrición (según Cáritas, 23% de los niños menores de seis meses, con todas las consecuencias que eso implica), también de acuerdo a la ENCOVI.

Del país que aún atraía millares de inmigrantes de Colombia y del Caribe a principios del siglo XXI, al que ha protagonizado la crisis migratoria más grande de la historia –¡otro récord de más grande de la historia en términos negativos!– en tiempos de paz, al menos en América y en los tiempos modernos: siete millones de venezolanos según la ACNUR, que han generado verdaderas crisis en Colombia, Ecuador, Perú y, más recientemente, en Estados Unidos. Y es también la crisis migratoria más grande de cuantas hay en el mundo actualmente, sean en guerra o en paz, por encima de las de Siria y Ucrania. A todos estos récords de subidas y bajadas estrepitosas hay que agregar otro, sin duda de los más notables: una de las hiperinflaciones más largas de la historia, acaso sólo superada por la de Nicaragua, que en un año fue de más del millón y medio por ciento.

La Venezuela que este domingo 3 de marzo descansó en casa, salió a trotar, visitó los centros comerciales, participó en un juego de softbol, almorzó con los abuelos, habló en largo por WhatsApp con el hijo en Madrid o en Chile, vio Netflix o fue a misa, está muy impactada por todo aquello. Es un país que está reverdeciendo después de la secuencia de desastres que fueron las protestas de 2017, la hiperinflación, la crisis migratoria y la pandemia, y que tiene visos de volver a la normalidad anterior, pero no es, simplemente ya no puede ser, el mismo de 2017 ni, mucho menos, de 2002 o 1998. No es que sea deseable volver a aquellos años, más allá de que algunos lo sueñen (probablemente más en la diáspora, donde la nostalgia juega distinto que adentro). Es que no es posible. Y no sólo porque esta es también una frase de Perogrullo ya que en realidad nunca es posible volver al pasado. Es que, como esos grandes y muy traumáticos procesos que dejan marcas profundas en el alma de los pueblos (pensemos en guerras, hambrunas, algunos cataclismos naturales), por el legado los venezolanos no somos los de 1999. Y no siempre hemos dejado de ser lo que fuimos para mal. Tal vez el legado tuvo algunas consecuencias no deseadas por sus promotores, que a la larga serán aplaudidas (por ejemplo, una relación con el trabajo y la riqueza, cada vez más distante, sobre todo entre los jóvenes, con la vieja molicie rentista). Es algo que ya anuncian algunos estudios, pero cuyo análisis escapa de los límites de esta crónica.

Tres

Me cuentan la noticia y no me atrevo a creerla. En estos tiempos de fake-news hay que tener mucho cuidado. De modo que lo busqué en varios medios y, como se recomienda en la redacción de textos históricos, cuando el testimonio supera cualquier glosa posible del historiador, citaré lo que recogió El Correo del Caroní de la visita del presidente Nicolás Maduro a las instalaciones de SIDOR:

«“Me hicieron entrega de un material, llamado el Manual para el Modelo de Gestión Productiva Socialista, yo lo leí, lo estudié, lo revisé y me parece que le falta del cielo a la tierra. Caen en el retoricismo (…) no parten de la realidad, la verdad que está en las fábricas. Por eso les pido que destrocen este manual”, demandó Maduro.»

No conozco el manual, por lo que no es aconsejable opinar demasiado sobre el hecho de que se pida su destrozo. Pero viendo lo que pasó con todas las empresas estatizadas, lo que en general pasó con la economía de todos los países socialistas de modelo más o menos soviético, el tremedal en el que estamos y el llamado a la productividad y el emprendimiento de esta nueva fase, que se pida nada menos que destrozar un manual de Gestión Productiva Socialista, para olvidarse de su retórica y dedicarse al trabajo práctico de hacer productiva una empresa, es muy decidor. Y que eso haya ocurrido dos días antes de cumplirse el decenio del fallecimiento del Chávez sin que nadie le hiciera demasiado caso, nos da otra confirmación de lo vivo que está el legado, del fardo en que se ha convertido y de lo que la sociedad ha decidido hacer al respecto: así lo estará, que es una tarea de urgencia destruir al menos uno de los manuales escritos a su socaire, para avanzar hacia otra cosa.

Cuatro

Otra vez Neruda: acaso porque en su Canto para Bolívar cita al Cuartel de la Montaña de Madrid y anuncia que el Libertador resucita cada cien años hecho pueblo, el viejo Cuartel de la Planicie fue rebautizado como el madrileño (al cabo, es una planicie sobre una loma, lo que le da algún aval topográfico al cambio) y en sus instalaciones fue inhumado el Comandante. Quien haya leído el poema no puede dejar de ver en esto el guiño de una promesa de resurrección.

Allí se reunieron este cinco de marzo algunos amigos y familiares. Rafael Correa, Evo Morales, Raúl Castro, Manuel Zelaya, Daniel Ortega, Xiomara Castro y Luis Arce, entre otros. Aunque hubo los honores oficiales del caso, como lo obligaba la presencia de jefes de Estado, las fotos reflejan sobre todo el ambiente de una reunión familiar, bastante animada y entrañable. Más o menos como cuando a la salida de una iglesia en la que acaba de hacerse una misa por un difunto, los asistentes comparten anécdotas tiernas y divertidas. Pero no nos despistemos: tres jefes de Estado no es poco, y los otros líderes que ya no lo son, como Morales, Castro y Correa, tienen un enorme poder en sus respectivos países. Es otra prueba de que el legado sigue vivo. Aunque, de nuevo, no tanto como para que el alto gobierno venezolano se dejara ver en el sitio, o para que la ciudad que está a los pies de aquella montaña/planicie, y que paseó, hizo deportes, fue de compras, asistió a servicios religiosos, llevó a sus niños a las plazas o fue al cine este domingo, se diera realmente por enterada del acto en el viejo cuartel.

El olvido es otra forma de ir saliendo del legado, al menos de lo que menos gusta del mismo.  El verso del ya dos veces citado Neruda puede tener mucho de cliché, pero otro latinoamericano ilustre, Julio Jaramillo, está definitivamente a salvo de serlo. La indiferencia de aquella Caracas no recuerda tanto aquello de lo largo que es el olvido, como una estrofa de un vals que hizo famoso: que el rencor hiere menos que el olvido. Tal vez, desde donde se encuentre, el Comandante Eterno le esté dando la razón a Don Julio, y más preferiría el rencor que la apatía como una suave manera de dejarlo atrás.

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