Luis Pérez Oramas. Fotografía de Jaime Castro Oroztegui. |
POR Hugo Prieto
Mientras exista un espacio en el que alguien como Luis Pérez Oramas* comparta su visión sobre el momento político y la profunda crisis venezolana, no hay más remedio que abrir las páginas de Prodavinci a sus reflexiones, a las inquietudes, que puede haber en su análisis. Son muchas y de gran calado. No hay duda.
La vida es como el agua, siempre busca por donde salir. Así sea por los márgenes más insospechados. Y es ahí donde he querido que nuestro entrevistado mire y pulse lo que estamos viviendo.
Quizás no haya nada que decir sobre lo que ocurre en Venezuela, pero mientras podamos insistir tenemos que hacerlo. No hay más remedio. Dicho esto, aunque la institucionalidad política se ha mineralizado, se ha vuelto muy rígida, hay una clara intención del gobierno de Nicolás Maduro de profundizar el control político. Pero la vida sigue.
La sensación que siempre he tenido se ha acentuado mucho en los últimos años. Se ha vuelto muy difícil tener la capacidad para comprender lo que ocurre. Es decir, llega un momento en que la perspectiva, el paisaje racional de lo que está sucediendo –por muy irracional que sea– ya dejó de tener sentido, se agotó de alguna forma. ¿Contra qué resistencias esa necesidad de entender lo que ocurre choca y se golpea? Es cierto lo que dices, pero eso también tiene una dimensión preocupante. Lo que uno ha escuchado decir, alrededor de un régimen de injusticias, es que la vida sigue, que la vida se hace por debajo, por encima de ese régimen. La pregunta es: ¿cómo hacer para conectar la vida, no con la totalidad, pero sí con un sentimiento de ilusión, de esperanza, que podamos imaginar una gran mayoría de los venezolanos? El país se desgarra y uno se conecta con fragmentos, con pedazos.
Nosotros estamos obligados a buscar un camino, a intentarlo. Después de tantos fracasos, tenemos que preguntarnos: ¿Qué hemos hecho mal? ¿Qué nos llevó hasta aquí? Mi impresión es que, en este momento, lo que necesitamos es sinceridad. Un gran esfuerzo por ser sinceros, por ser honestos. Pero no quedarnos ahí. Después de esa reflexión, dibujar una convergencia. Algo que no se ha hecho. Eso ha contribuido a esa incapacidad por explicar lo que vivimos.
Mientras te escuchaba, me pregunté: ¿en qué consiste ese esfuerzo de sinceridad? Yo creo que cada quien tiene una responsabilidad discreta, en los campos en donde actúa para ejecutar, para poner en acción, ese primado, ese imperativo, de la sinceridad; que interpreto como un imperativo a lo que hemos sido. Es decir, a nuestro pasado, pero no estoy hablando, necesariamente, de nuestro pasado como nación o como categoría histórica, no. A nuestro pasado reciente, allí donde hemos estado. Esa sinceridad con relación a lo que hemos vivido. Esa responsabilidad discreta está vinculada a un tema que, en lo personal, me ha preocupado, lo he planteado, una y otra vez: hay que hacer una distinción clara entre nostalgia y memoria. ¿Por qué? Porque yo creo que los venezolanos padecemos de una deflación de memoria. Pero también de una inflación, quizás exacerbada, de nostalgia.
¿Las dos cosas van juntas?
Sí. Es decir, la nostalgia de lo que perdimos, que en muchos casos refiere a una ilusión que, a su vez, termina siendo un obstáculo para construir la memoria de lo que fuimos. Ese campo específico requiere atención, cuando se trata de lo que tú llamas el imperativo de la sinceridad. Eso exige que nos hagamos una pregunta: ¿hasta qué punto hemos sido cómplices en nuestro actuar como ciudadanos? En el hecho de caer en la nostalgia que nos impide construir la memoria. Para mí ese es un punto fundamental, porque ese punto, que en realidad es un hilo, pasa por todas las ficciones, por todas las monstruosidades ficticias, sobre lo que hemos sido en nuestra historia. Sin ir muy lejos, la continuidad de la épica militar, por parte de la república democrática, que alimentó su propio desgaste y ni hablar de esa ficción monstruosa que Chávez impuso, según la cual la república civil –que es un intento, que siempre lo será, y además precario– no tenía otra expresión en Venezuela que ese bolivarianismo que Chávez encarna.
Los militares siempre han creído que una de sus funciones es tutelar a la sociedad civil. Primero se alzaron en montoneras y luego dieron golpes de Estado.
Yo no creo que la historia se repite, tampoco creo en la atemporalidad de las cosas. Pero sí creo que los seres humanos cometemos errores. Entre el cantamañanas pomposo que fue Chávez, que es casi un espectro de Cipriano Castro y este ignorante que todos hemos infravalorado, ¿qué antecedente podemos mencionar? Que la relación entre ambos es muy parecida a la de Castro y Gómez. La dictadura de Gómez destrozó varias generaciones de intentos cívicos, como éste también lo está haciendo. Es un paralelismo, que no quiero concluir como repetición de la historia, porque te repito, no creo en eso, pero sí como una evidencia de la repetición de los errores.
En su planteamiento está la clave de la cuestión. La intención debería ser la de cometer la menor cantidad de errores posibles. Ahí es donde yo veo una gran incógnita. La lucha electoral, por ejemplo, como no produjo el cambio, se abandona. En toda la acción política media esa visión de corto plazo. Nos cuesta remontar la cuesta más empinada. Creo que esa circunstancia, de nuevo, es la que se está presentando.
Al escucharte, otra vez, pienso en varias cosas. Uno, tienes razón. Se trata de cometer la menor cantidad de errores posibles y sobre todo de no cometer los mismos errores. La pregunta que yo lanzaría, como abogado del diablo, es: ¿probablemente es muy tarde? No lo sé, pero en la historia y en las colectividades humanas nunca es muy tarde y, al mismo tiempo, siempre llegamos tarde. Todo sigue siendo posible. Al final, siempre termino de creer en esa cosa aristotélica, y quizás católica, de que la posibilidad nunca se agota. Lo posible siempre existe. Dos, lo otro es: ¿cómo saber? Algo que llama mi atención es que, entre tanto daño causado, sobresale la capacidad de mediación. No solamente de la interpretación periodística de la realidad o de mantener la insistencia en algunos temas para evitar que se olviden, sino la capacidad de reconocer que nosotros no podemos alcanzar una posibilidad real, en primera persona del plural, si no aceptamos que no solamente somos múltiples, sino que necesitamos mediadores entre nosotros, precisamente, para que podamos hablar en primera persona del plural, que nos ayude a entendernos. No solamente por el desmantelamiento de la interpretación periodística, sino en la capacidad de la opinión pública para producir un espejo en el cual vernos. Es que también había ya un desprecio hacia la representación y hacia la capacidad de representarnos nosotros mismos, lo que nos llevó a tomar atajos, casi siempre tragicómicos. Tres, lo otro es: ¿qué nos queda de la mediación? ¿Cómo alimentarlo? ¿Cómo enriquecerlo? ¿Cómo entender que yo no puedo hablar por Venezuela entera? ¡Que aquella ilusión de nuestros grandes humanistas, Uslar Pietri, Briceño Iragorry, eso ya no es posible! Sólo podemos hablar de pequeños fragmentos de la nación.
La fragmentación en Venezuela ha llegado hasta la raíz. No hay espacio, institucionalidad, esfera cultural que no se haya resquebrajado.
Sí, pero hablar de esa totalidad siempre fue una ficción. Hay algo, incluso, más complicado: tratar de entender, a través de la mediación, la suma de complicidades que nos rodean. Volviendo al principio, diría que la única explicación racional de que lo que ocurre en Venezuela siga sucediendo es que la sociedad venezolana se ha convertido, a unos niveles nunca vistos, o quizás solamente vistos durante el gomecismo, en una sociedad de cómplices.
Creo que Miguel Ángel Campos llegó más allá cuando hizo una pregunta: “¿Dónde está la otredad en Venezuela? Eso hace rato que desapareció”. Eso tiene mucho que ver con la reflexión que estás haciendo. No solamente es un problema de representación, sino de recrearnos, de resignificarnos, incluso. En el trabajo pendiente, queda una interrogante: ¿dónde y en qué circunstancias podemos encontrar algo de esperanza? Creo que es el gran dilema en este momento.
Me encanta que hayas citado esa frase de Miguel Ángel Campos. Me parece fundamental, entre otras cosas, porque todo el discurso de la política carismática –que nos ha llevado al atolladero, a la ilusión y al espejismo– es un discurso identitario. Los venezolanos, cada uno en nuestra parcela, deberíamos tratar de construir un discurso diferente. Yo lo quiero llamar un republicanismo anti carismático. Lo que diferencia al humano animal del animal animal, es que el humano animal no sólo depende de un programa, sino que puede querer ser otro. Tratar de establecer los campos, en donde cada quien sea el que quiere ser, así sea otro del que es para poder pensar en otra Venezuela, precisamente, en términos de otredad. Y para eso tenemos que romper el dilema, el nudo gordiano, la psicosis identitaria. No saber quiénes somos es un punto de partida sano.
¿Dónde podríamos encontrar algo de esperanza?
Pensando en Venezuela, pero también en la incapacidad para pensar en nuestra nación, encontré en un libro que escribió Georges Didi-Huberman (La sobrevivencia de las luciérnagas) una imagen que me reconfortó. Pasolini escribe su impresión de las luciérnagas en una noche de verano y termina en aquel terrible momento de la Italia de los años 70 (los años del plomo) y la sensación que tenía Pasolini, un católico marxista. La sensación de que no había esperanza. En ese libro, la imagen que se construye de la esperanza es la luciérnaga, ese punto diminuto de luz en la noche oscura. Entonces, sinceremos: eso es lo que tenemos, pequeños puntos de luz en la noche oscura que ya forman parte de la memoria simbólica, una de las más consistentes que podamos apreciar en la historia de Venezuela. Estoy hablando de poesía, de narrativa, de artes visuales. La coincidencia en cuestionar, en mayor o menor calidad estética, lo que nos ha ocurrido a partir del año 98, es absoluta. Quien vea en un futuro las artes venezolanas, especialmente la poesía, va a encontrar la radiografía más descarnada de ese desmantelamiento. Eso, a mí, me da esperanza. Ahora –y aquí viene el problema de la sinceración–, quizás en esa radiografía lo que no hay, precisamente, es esperanza.
Tendríamos que reconocernos en ese punto de luz, en esa luciérnaga. Entonces, ese pequeño punto luminoso tiene que ser visibilizado, discutido, expuesto y compartido. Esa tarea no sólo corresponde a las artes que sobreviven en los márgenes, sino a la clase dirigente y a los partidos políticos. Esa reflexión no se ha hecho y es también fundamental.
No se ha hecho. Probablemente voy a cometer una injustica. Pero la sensación que yo tengo es que las clases dirigentes son más ignorantes que nunca. Ese desprecio sordomudo a la representación se manifiesta en ellas al ignorar, absolutamente, lo que los artistas, intelectuales, poetas, narradores, videastas y cineastas están haciendo. A mí me parece insólito que, para hablar de una dirigencia política y empresarial más joven o reciente, sigue pensando las artes venezolanas en los mismos términos que en los años 70 y 80. Hablando de los mismos artistas y teniendo las mismas referencias simbólicas, como si cuatro o cinco generaciones de escritores y artistas no hubieran existido. Allí hay un problema. A las clases dirigentes yo las percibo en un grado altísimo de ignorancia y, además, dándole continuidad a ese desprecio histórico de la representación. En ese problema tenemos que vernos muy seriamente. Hay que darle el peso a lo que hacen los grandes comunicadores sin caer en los atajos, en las correderas.
¿Qué podría decir de la crisis venezolana frente al momento de confusión, quizás de decadencia, que atraviesa a Occidente?
Los males del país no son sólo venezolanos. La descomposición de un proyecto republicano está generalizada en casi todo el mundo occidental hoy. Esto que solemos oírles a los dirigentes que tienen el monopolio del discurso público: El desmantelamiento de la democracia. No, en Venezuela no se desmanteló la democracia, al contrario, se exacerbó hasta un punto que se inutilizó, se neutralizó. No es que había demasiada democracia, pero se instrumentalizó, de una manera tal, que ella se convirtió en la herramienta de la fragmentación de la sociedad y de la nación. En realidad, lo que se desmanteló en Venezuela fue la república, pero nadie habla de eso. Solamente bajo los efectos del trauma una sociedad y una nación pueden ver el camino de su recomposición. Cuando los efectos del trauma se atenúan, surge la falta de memoria y de lo simbólico. Realmente, es algo muy delicado, porque en el país hay demasiada gente sufriendo, a nivel personal, local y grupal. No puede ser que el 20 por ciento de la población haya decidido irse y que nadie, en las más altas esferas gubernamentales, haya hecho el más mínimo gesto de autocrítica. Seguramente, porque todos estamos empeñados en no ver ese sufrimiento, no sé si por miedo. Uno de los desafíos de la mediación –de los pocos medios que quedan– es ponernos frente de la escena espantosa de ese sufrimiento. Yo veo la insistencia de la memoria hebraica con el Holocausto y es eso. Ves el desvanecimiento del trauma en España, por ejemplo, y eso los está llevando a la destrucción de la nación y probablemente a otra confrontación, no sé en qué circunstancias.
Una de las cosas más notorias es, como ha dicho, la falta de representación de las formas del arte. Y, obviamente, todo lo que eso implica como un detonante de la crisis. Somos incapaces de imaginar el quehacer artístico más allá de la esfera cultural.
Para volver a la frase de Miguel Ángel Campos –»¿Dónde está la otredad en Venezuela?»– yo creo que estamos en un momento muy confuso, donde la inteligencia está modificándose. Los sistemas de control de inteligencia artificial ya dominan, absolutamente, el universo de las relaciones sociales en la región noratlántica y en todas sus áreas de influencia. Así como hay una crisis profunda en la representación política y en la incapacidad para que el mundo pueda volver hacer hogar, así mismo creo que hay una crisis en el mundo del arte contemporáneo. No soy entusiasta, porque entiendo que el mercado y los instrumentos algorítmicos están determinando las formas, que cada vez son más pobres. Entonces, cómo podemos conectarnos con aquello que pueda escapar a estos sistemas de control. En ese sentido, contra el algoritmo se requiere la arbitrariedad de la imaginación.
Tenemos una fecha de la cual se habla con insistencia: 2024. ¿Qué reflexión haría usted?
Siempre tenemos la tentación de la pomposidad en Venezuela, hacia lo que los retóricos antiguos llamaban el asianismo, la figura de ornato y retórica, y lo que necesitamos es un discurso clásico, sencillo, no carismático. Te lo voy a soltar así. Yo creo que las batallas perdidas hay que pelearlas. Y el 2024 es una batalla perdida, creo. Nos dejamos poner las trampas, seguimos funcionando en los términos del registro del otro, estamos en la trampa del otro. Pero es fundamental ir, votar y ser disciplinados, si eso se logra en las primarias de la oposición.
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*Ensayista, poeta, historiador y curador en artes visuales. Doctor en Ciencias Sociales por la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Profesor universitario. Autor de varios libros, entre otros La república baldía.
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