EL LEGADO DE LOS ABUELOS
El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir: A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día venía, se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto a la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaba él y su mujer. Vivían de esa escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del destete vendían a los vecinos. Mis abuelos se llamaban Jerónimo y Josefa, ambos eran analfabetas. En invierno, cuando el frío de la noche apretaba hasta el punto, de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa, recogían de la pocilga a los lechones más débiles y se los llevaban a sus camas. Bajo las ásperas mantas, el calor de los humanos libraba a los animalillos de helarse y los salvaba de una muerte segura. Aunque fueran gente de buen carácter, no era por primores de alma compasiva por lo que los dos viejos procedían así: lo que les preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, era proteger su pan de cada día, con la naturalidad de quien, para mantener la vida no aprendió a pensar más de lo indispensable.
En la aldea de mis abuelos siempre estuve descalzo hasta los catorce años. Fui un niño que no tuvo su primer libro sino hasta los diecinueve años y que en su juventud trabajó como mecánico de coches, aunque no sabía conducir.
Mi abuelo Jerónimo fue un contador de historias que, al presentir que la muerte venía a buscarlo se despidió de los árboles de su huerto, uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver: «El mundo es tan bonito y me da tanta pena morirme», decía mi abuelo.
Sin mis abuelos no sería la persona que soy hoy.
José Saramago
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