Hoy recuerdo la entrevista con Ibsen Martínez, escritor, dramaturgo, columnista y gran amigo. La fotografía es de Omaira Abinadé (y la tomé prestada porque no supe hallar a Omaira. Perdón, Omaira y gracias)
SOLO VALORAMOS LAS REGLAS DEL BEISBOL
Le pusieron de nombre un apellido. El apellido del dramaturgo y filósofo noruego Henrik Ibsen. ¿Cómo no iba a salir escritor? Ibsen Martínez va caminando por Bello Monte, con ese "tumbao" de pelotero que tiene el caraqueño propiamente dicho. De ese apellido, Martínez, le tienen que venir la joda tropical y la fuerza sísmica de la palabra. Escudriña detalles, observa a la gente como evaluando este tiempo. Nadie lo percibe: es un hombre que pasa. Sin embargo, es el único Ibsen Martínez que existe en el planeta. Su escritura crea adicción entre los lectores. Es y será siempre un enfant terrible, una incomodidad intelectual, una bala que jamás se pierde.
Su sonrisa anuncia que se ha abierto la jaula de la ironía. Es un hombre directo, que aparta lo vacuo y, por virtud natural, segrega un ardor que marchita toda ridiculez.
-A veces te incomodas y no sigues escribiendo las columnas ni las telenovelas o el teatro… los lectores y espectadores se quedan esperando fielmente… ¿qué es lo que te molesta?
-No estoy contento con mi desempeño y menos con lo que ha hecho de mí el diarismo, pero ese es un tema frondoso y difícil que prefiero tratar con recato, es decir, no tratar en absoluto en una entrevista de prensa.
En el otro extremo del articulismo está el público. Lamentablemente, buena parte de él siente que uno debe estar imbuido de una misión, que uno debe "interpretarlo", que debe secundar sus, a menudo, pobres y descaminadas ideas acerca de la realidad.
No me hallo a gusto en ninguno de los dos extremos del oficio: eso es lo que he aprendido: no estoy de acuerdo con buena parte de lo que leo en las páginas de opinión; tampoco estoy dispuesto a complacer lo que se espera de mí, pero no he sabido hacer inteligible esa renuencia.
La peor manifestación de esta patología compartida entre el público y yo es la presunción de que Ibsen Martínez está obligado a tener una opinión, iluminadora o no, cada semana.
-Y has cambiado un poco la columna
-Me cansé de eso hace ya un tiempo y ahora prefiero escribir sobre el pensamiento de terceros, sobre lo que otros más aptos y más dedicados que yo, han meditado y escrito. Por eso últimamente mis entregas para El Nacional discurren sobre Susana Rotker, por ejemplo, o sobre Pierre Bourdieu, Luis Castro Leiva o Rafael López Pedraza y así.
Es más honrado de mi parte, creo yo: son tan pocas las cosas sobre las que me he hecho un parecer definitivo, que persistir en el articulismo de opinión llegó a parecerme una impostura.
Pero esto de "apartarme" ha sido cosa que sólo atañe a la TV (de la que me aparté hace más de diez años) o al diarismo, del que me aparté sólo por unos días en abril de 2002 para dramatizar mi disgusto por el "black out" de los medios en ocasión del golpe. Era la ingenua protesta de un particular indignado. En cuanto al teatro y la narrativa y, en general, la literatura, te equivocas: no he interrumpido ni un día mi privado y silencioso comercio con ella.
-Tu ironía le ha propinado unas buenas sacudidas al gobierno y a la oposición ¿Cómo es la Venezuela que aspiras?
-Un país un poco más cínico, en el sentido helenístico que puede dársele al término: un país que no imposte tantas virtudes inexistentes, un país que no ande permanentemente en plan de rasgarse las vestiduras; esto es, un país más compasivo con las debilidades humanas. En esto, me gustaría un país menos "moralista", lo cual no debe confundirse con la idea de que nos guía una moral. Todo lo contrario; somos moralistas tan sólo en el sentido hipócrita en que puede ser moralista una conserje "entrépita". Es paradójico esto: nos gusta pensarnos como un país caribeño, informe y desparpajado, pero en el fondo somos rígidos y moralistas por lo mismo que somos adolescentes e inseguros.
"Nada hay más moralista que un diletante", afirmó Karl Kraus y el nuestro es un país de grandes diletantes.
Por eso el país no quiso ver ninguna virtud en la Cuarta República y optó por un amateur moralista como Chávez. Se puede ser guachamarón, inmaduro, diletante, inepto y a la vez moralista: eso somos los venezolanos: Chávez es el mejor exponente del lado informe y moralista de nuestra sique colectiva. En ese sentido Chávez es un venezolano "ejemplar": un espécimen notable por lo acabadamente venezolano.
-El venezolano ¿prefiere creer que saber?
-"Bajo lo que se piensa está lo que se cree", decía Juan de Mairena, un heterónimo de Antonio Machado que Héctor Mujica recomendaba leer con puntería. El venezolano en esto no es distinto al resto de los humanos: prefiere las creencias a las ideas.
-¿Por qué no eres diputado? ¿no ganaría el país teniendo un diputado como tú?
-De joven, como tantos de mi generación, milité en partidos e hice (pésimamente) el papel de activista en la izquierda. Con el paso de los años, al cabo de mucha lectura, interés intelectual y familiaridad con "lo político" (y, sobre todo, con políticos de raza pura) he desarrollado un enorme respeto por la política como profesión, como zona del desempeño humano que requiere especiales talentos de los que carezco, pero que sé identificar en los demás.
Lamento mucho, al mirar atrás, haber contribuido con mis columnas y con "Por estas calles" al descrédito de un oficio tan antiguo como indispensable para la vida en comunidad. Como expiación, me he impuesto ayudar en lo posible a mis lectores a hacerse un juicio menos severo de la política y los políticos, justamente porque necesitamos más y mejores operadores políticos profesionales.
¡Ya basta de gerentes y de dirigentes vecinales y de politólogos y reinas de belleza y de periodistas y de militares retirados moralizando en pantaletas acerca de la gestión pública!
-¿Qué es lo que más te ha "chocado" de Chávez? ¿qué es lo que te sigue agradando de Chávez?
-En Chávez he aprendido a reconocer los peores atributos del venezolano en general. Eso de que el pueblo llano es un mar de virtudes sencillas es una superchería demagógica. Nuestro pueblo no es sólo vacuamente moralista, como lo es Chávez, sino que es incapaz de tener trato provechoso con el mundo de las formas y de las convenciones: es un pueblo que, gitanamente, aprueba la trampa, celebra al avispado, aúpa al que "tira paradas" y encabeza un golpe. Pero, ¡ay!, las formas lo son todo, querido José: su observancia es lo único que hace posible la vida en sociedad. Las únicas normas y los únicos árbitros que valoramos son las reglas del béisbol: si extendiéramos ese respeto de las formas al resto de la vida pública nos iría mejor. Sería quizá un país más aburrido, pero nos iría mucho mejor.
Insisto: hablando con justicia, Chávez no es más arbitrario y voluble que muchos venezolanos: se pueden dar la mano y, en 1998, de hecho se la dieron. Pon a un venezolano a dirigir el tránsito y verás a Chávez: un mandón amateur que no sabe hacerse entender ni logra someter a nadie.
De Chávez debo decir que, contra lo que piensan muchos de sus adversarios, no tiene madera de asesino. Es un bocazas que "toca de oído", lo cual me permito recordar fue siempre muy del gusto de su electorado.
-¿Qué te decepciona? ¿qué te da esperanzas?
-Hay una frase de Quevedo que me acompaña desde que, siendo muy joven, la encontré como epígrafe en una novela de Alejo Carpentier: "nada me desengaña: el mundo me ha hechizado". ¿Qué me infunde esperanza? Las milagrosas posibilidades curativas de la palabra en libertad.
-Tengo la impresión de que tu novela, "El mono aullador" se agotó ¿no habrá otras ediciones? ¿qué te dejó esa novela?
-Se agotó, sí. No habrá más ediciones en Venezuela. Me dejó el empeño de redondear otra que ya está en camino.
Ibsen Martínez no revela el tema de esa nueva novela. Habrá que esperarla. En la caminata hacia su casa de Bello Monte, que ofrece subidas en curva como para largar el bofe, una señora cincuentona, duda un instante y le corta el paso al escritor. Ella lo reconoce. "¿Ibsen?", pregunta. "Si: como no", responde él. La señora parece a un tris de decir otra cosa. Ibsen la saluda con un gesto y reinicia su camino. Atrás se escucha la voz, deslizándose en plena bajada:
¡Escríbale algo a la virgen de Coromoto¡
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