Aún hoy, algunos veneran a Pablo Escobar. Por las ayudas recibidas, desde vivienda y trabajo a pan y fútbol, pasando por la dignidad reconocida a costa de la muerte
“Aquella, allí”. Levantando la mano izquierda del timón, Osvaldo extiende el brazo y señala. En el horizonte, una pequeña isla, alargada, sin más promontorios ni alteración visible que el tejado de una casa escondida entre la espesa vegetación que cubre el archipiélago del Rosario. Enfrente, Cartagena de Indias.
“Yo nací en el mar, ¿sabe? Mi madre son estas aguas. Ayudaba a mi tío. Aquel día iba con él y con mi primo para el traslado contratado por un grupo de hombres. No sabíamos quiénes eran, ni de qué se trataba ni que nos retendrían allí hasta que quisieran marcharse. La broma duró una semana”. ¿Secuestrados? No, porque no les faltó de nada. “Solo que no podíamos movernos de la zona de servicio donde nos instalaron. Si queríamos ir a cualquier parte, siempre aparecía un vigilante que nos decía que no. Ni acercarnos a la casa principal ni movernos por la isla. Al cabo de los días, mandaron que los regresáramos. Solo que a otro punto de la costa. Los dejamos en la desembocadura del río”. Ni tan siquiera en aquel momento supo quién estaba al mando ni de qué se trataba. Osvaldo no tenía más de diez años. “Lo descubrí por el noticiario que informó de su muerte. Yo solo supe que a mi tío le pagaron un millón de pesos”. Era mucho dinero. “Le salió a cuenta, sí”, concluye sonriente.
“No se metan en drogas”, les decía Escobar a jóvenes emocionados mientras les facilitaba armas y motocicletas
Pablo Escobar murió el mismo día que nació. El 2 de diciembre de 1993 caía abatido por el cuerpo de élite de la Policía. Fernando Botero lo plasmó en dos lienzos donados al Museo de Medellín. En uno, el primero que pintó, Escobar aparece pistola en mano, camisa blanca desabrochada, descalzo, piernas dobladas iniciando la caída y rodeado de balas perfectamente alineadas. Unas impactan en su torso orondo sobre el que dejan motas de sangre. En el segundo cuadro, el cuerpo ya ha caído. En ambos, la acción se pinta sobre los tejados de Medellín, la ciudad de sus deseos, ambiciones, delitos, crímenes y venganzas. Y es sobre las calles de esa ciudad donde, hoy, jóvenes que no conocieron aquellos años de plomo y muerte, lucen camisetas con el rostro del Patrón, bautizado como Pablo porque, como el apóstol, “fue avezado en las artes del mal pero luego se consagró hasta ofrecer la vida al servicio de Dios”. Atribución de Alonso Salazar a la madre del mayor narcotraficante conocido en La parábola de Pablo, probablemente el libro más fiel a los hechos que conmovieron a Colombia en el último cuarto del siglo pasado. Un largo período que sigue extendiendo su negra sombra como herencia conjunta y compleja del narcotráfico, la corrupción, las milicias comunistas, los paramilitares, las FARC y los silencios cómplices, complacidos y complacientes de la clase dirigente de una sociedad enferma de poder y pasión siempre perdonada por sacerdotes que a cambio de donativos aplicaban la pena del pecado venial. No quedaron al margen buena parte de políticos intimidados, altas esferas militares enriquecidas ni jueces prevaricadores antecesores de los hoy investigados por haber organizado “el cártel de la toga”. Todo junto y revuelto, porque ninguno de estos conceptos se entiende hoy sin el resto, dibuja el paisaje de la Colombia actual. La que observa la llegada del turismo morboso por seguir a ritmo de reggaetón rutas sobre el hombre que impidió gobernar a tres presidentes y cambió lenguaje, cultura, fisonomía y economía del país. El rico a quien Forbes atribuyó 2.000 millones de dólares que él, cual Robin Hood andino, decía redistribuir entre las clases populares de las que procedía. Por eso, aún hoy, algunos lo veneran. Por las ayudas recibidas, desde vivienda y trabajo a pan y fútbol, pasando por la dignidad reconocida a costa de la muerte.
Un rápido sobrevuelo por la actual cartelera de Netflix ofrece no menos de una decena de series de narcos de distinta ralea. Encabezada por la que revive la historia del propio Pablo Escobar, de quien Amazon anuncia un conjunto de más de dos docenas de libros vinculados asimismo a su familia, a sus acciones y a sus consecuencias noveladas. Desde el potencial blanqueo del personaje, a quien se le atribuyen 4.000 homicidios directos, al correspondiente dolor sembrado sobre una sociedad que el mundo observa con el recelo de un etiquetaje que, 25 años después, la mantiene como la promotora de un modelo delictivo exportado y desplegado por las calles de las grandes ciudades occidentales para mantener el control de un mercado tan condenable como emergente.
“No se metan en drogas”, les decía Escobar a jóvenes emocionados con su discurso populista de postulados izquierdistas mientras les facilitaba armas, motocicletas y motivos para matar. Eso sí, siempre bajo la protección de la Virgen de los Sicarios.
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