El cementerio de Dabeiba, donde la Jurisdicción Especial para la Paz localizó una fosa común, el pasado martes. |
El hallazgo de una fosa común con víctimas atribuidas a ejecuciones extrajudiciales enfrenta al país a un pasado con 100.000 desaparecidos y 200.000 cuerpos sin identificar
a puerta está abierta, pero el cementerio está vacío. Ni un vigilante ni el sepulturero, al que los vecinos llaman Ratón. Caminar sobre el césped, entre lápidas desgastadas y cruces, es como hacerlo sobre una alfombra acolchada. Junto a las tapias, la tierra removida. Es la mañana de Nochebuena y este fue uno de los escenarios del horror que convulsionó a Colombia durante el conflicto armado. El 14 de diciembre la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), el tribunal nacido de los acuerdos entre el Estado y las FARC, cuya misión es juzgar los crímenes de la guerra, anunció el hallazgo de una fosa común. Los investigadores localizaron en Dabeiba, un municipio de unos 20.000 habitantes a unas cuatro horas de Medellín camino de la costa del Caribe, los restos de al menos 50 personas. “Es horroroso. Ojalá se haga justicia”. La voz de Martha Oliva Rueda interrumpe la quietud del lugar desde la puerta de su casa, una construcción rodeada de flores improvisada en un montículo que linda con el cementerio.
Fueron, según el testimonio de un exmilitar y los indicios del caso, asesinadas por miembros del Ejército y después presentadas como guerrilleros caídos en combate a cambio de recompensas. Estas ejecuciones, el enésimo caso de una práctica sistemática llamada falsos positivos, ocurrieron entre 2005 y 2007 y son una pequeña muestra de los números de vértigo que dejó más de medio siglo de violencia. Además de los más de 260.000 muertos, según los cálculos del Centro de Memoria Histórica, un organismo público, hubo entre 80.000 y 100.000 desaparecidos, aunque el Instituto de Medicina Legal estima que todavía hay 200.000 cuerpos sin identificar. Víctimas de la guerrilla, de los paramilitares, de las Fuerzas Armadas.
Oliva Rueda, de 55 años, también se presenta como víctima. Su marido, relata, desapareció hace 19 años mientras trabajaba en el campo. Ya bajo el porche de su casa, se disculpa por no poder ofrecer nada y afirma que su familia denunció a unos militares y recibió 12,5 millones de pesos (unos 3.400 euros actuales) de indemnización. “Entonces trabajaba en la gasolinera, salía en torno a las dos de la mañana y tenía miedo”. El temor era no llegar a casa. “Quienes hemos sufrido más la guerra hemos sido los campesinos”, continúa. “Ahora es más seguro, pero siempre había un combo de unos y de otros”, dice en referencia a combatientes y los grupos ilegales de la contrainsurgencia Jesús Abraham Cartagena, de 70 años, una vida trabajando la tierra.
Dabeiba, en el departamento de Antioquia (noroeste del país), fue azotada durante décadas por una tormenta perfecta de muerte e injusticias. Combatientes, paramilitares y sectores desviados del Ejército convirtieron este municipio en uno de los epicentros del conflicto. En el plebiscito sobre los acuerdos de paz con las FARC de 2016, en esta zona ganó el sí, como sucedió en casi todas las poblaciones más castigadas por la violencia. Hoy es un pueblo caótico y alegre que busca dejar atrás el pasado y celebró la Navidad con salsa y, sobre todo, reguetón hasta la madrugada. Pero el drama de las desapariciones, de la búsqueda de familiares y del cierre de las heridas va más allá. Tres años después de la firma de la paz, Colombia se enfrenta no solo a la transición que, de forma directa o indirecta, determina el debate político, sino a su memoria.
El Instituto de Medicina Legal es una de las entidades, junto a la JEP, a la Unidad de Búsqueda o la Comisión de la Verdad, encargadas de esa tarea. Según explicó su directora, Claudia García, a EL PAÍS, quedan aproximadamente 200.000 cadáveres sin nombre en los cementerios y en las fosas clandestinas. Allí, a partir de esa estimación, es donde las autoridades tienen que buscar a los desaparecidos. En su opinión, el dolor generado tiene que servir para “dejar memoria en los jóvenes”, unir a la sociedad, en la que el conflicto dejó una brecha profunda, y reparar a las víctimas. Ellas, asegura, “son las que están más dispuestas a perdonar”.
Una de las que siguió de primera mano los trabajos de la Jurisdicción Especial para la Paz hasta el cementerio de Dabeiba fue Adriana Arboleda, abogada y portavoz del Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes del Estado. Defiende que estas exhumaciones continúen y prosiga la investigación para que no se queden en buenas intenciones. Y para que todos los colombianos entiendan que “estos son crímenes atroces”. El tribunal señala, por ejemplo, sobre el último hallazgo: “Los indicios preliminares indicarían que se trata de hombres entre los 15 y los 56 años, con domicilio en Medellín y entre los que se encontrarían personas en condición de discapacidad”. En febrero, la corte escuchará el testimonio del general Mario Montoya Uribe, jefe del Ejército hasta 2008, a quien esta semana fue notificada una orden de comparecencia. La JEP explica que “podrá hacer un reconocimiento de verdad y responsabilidad o negar los hechos o aducir que carecen de relación con el conflicto”.
El presidente, Iván Duque, apoyó esa investigación. En los últimos meses, las Fuerzas Militares han estado en el ojo del huracán por el regreso de esos fantasmas al imaginario colectivo. El ministro de Defensa Guillermo Botero tuvo que renunciar a principios de noviembre tras conocerse que ocultó una operación contra unas disidencias de las FARC en las que murieron menores. Y el comandante del Ejército, Nicacio Martínez Espinel, cuestionado por una directriz que alentaba a los soldados a mejorar resultados y por su pasado como segundo al mando de una brigada señalada por ejecuciones extrajudiciales, dejó su cargo el viernes alegando motivos familiares.
Pero los llamados falsos positivos solo representan un porcentaje muy pequeño de las desapariciones forzadas. Según la Fiscalía, entre 1998 y 2014 hubo casi 2.250 asesinatos de civiles perpetrados por militares, la inmensa mayoría durante los dos mandatos del expresidente Álvaro Uribe.
Las extintas FARC, que hoy son un partido político y se sientan en el Congreso con diez escaños, y los grupos paramilitares encadenaron crímenes durante décadas y en Dabeiba todos tienen alguna historia de horror relacionada con unos otros y con otros. Los miembros de las autodefensas siguen delinquiendo bajo el disfraz del Clan del Golfo, principal cartel de narcotraficantes de Colombia. Y la mayoría de exguerrilleros en fase de reinserción están concentrados en la cercana vereda de Llano Grande, escondida entre las montañas a una hora del casco urbano.
—Buscamos a Isaías Trujillo.
—¿Quién lo busca?
—Somos periodistas, queremos visitar la vereda.
—Me llamo Óscar Úsuga Restrepo.
Trujillo fue comandante de las FARC durante décadas, uno de los más investigados de la extinta guerrilla por reclutamiento de menores. Úsuga Restrepo es su nombre de civil y también está citado por la JEP. Este anciano, que amenazó con no acudir al tribunal por los obstáculos en la aplicación de los acuerdos, es la autoridad de la comunidad y ahora se muestra crítico con las disidencias, encabezadas por Iván Márquez. “La lucha armada ya no tiene vigencia, no tiene sentido. Hoy hay otros tipos de lucha”, dice rodeado de su familia y entre caricias a su perro salchicha, Tony. Recuerda los años de la guerra y los enfrentamientos con el Ejército y la policía. Dabeiba fue escenario en el año 2000 de una batalla de tres días. Ahora él y los otros exguerrilleros conviven con las autoridades.
Más abajo, cerca de la escuela, el campo de fútbol y el centro de salud, el sargento López reparte regalos a los niños junto a unas religiosas. Peluches y juguetes, sobre todo. Este año han recibido 130 gracias a una fundación. “Quiero darle las gracias para hacer que nuestra Navidad sea más feliz”, escribió uno de ellos en una tarjeta de agradecimientos. Mientras tanto, todos se preparan para celebrar la noche. Alexandra Restrepo, 18 años y unos estudios de Medicina en La Habana en el horizonte, asegura que tendrán permiso para bailar hasta las cinco de la mañana. Igual que en el pueblo, la urgencia de la memoria se entremezcla con el deseo de pasar página.
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