ENTRE LA FELICIDAD y la inteligencia estableció su recinto de ideas el historiador, crítico y pensador francés Marc Fumaroli, uno de los últimos individuos (a la manera de George Steiner) a los que no le sobra tela si le ciñes el concepto de erudición. Su defensa de la Cultura como la vía más directa para civilizarse le ocupó una vida de estudio en la que resulta difícil encontrar un gramo de grasa. Amó y difundió aquella Francia intelectual del siglo XVIII, irresistible y contagiosa. Aquel siglo y el anterior fue el sitio de su recreo, donde aplicó una inteligencia constructiva para alumbrar el papel del Estado como mecenas de las artes, la defensa de la educación, el gusto por la ironía y la polémica, el conocimiento a fondo del arte europeo y la sospecha de que la modernidad tiene en el ilusionismo que generó el peligro de las promesas incumplidas.
El amor por Europa de Fumaroli no es una estética siglo XX, sino la concepción ética de una realidad en busca de un mundo nuevo frente al liberalismo estadounidense, el marxismo colectivista o el despotismo de algunos países asiáticos. Al leer a Fumaroli es posible comprender que uno de los males europeos es no creer ya en su propia leyenda. Y ahí es dónde apuntaba en señal de advertencia: el peligro somos nosotros, el desprecio del saber, la alegría de la ignorancia. Y cómo ésta propicia el consumo espectacular y sustituye razón por el merchandising. El arte contemporáneo era el Goliat. Sus dardos contra la impostura hacían diana en arquitectos como Frank Ghery o escultores como Anish Kapoor. Porque Marc Fumaroli -su bibliografía en la editorial Acantilado es apasionante, incluso desde el desacuerdo- aún creía en el prestigio de la historia esquivando el odio y denunciando la estupidez.
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