sábado, 17 de octubre de 2020

Mango / Agustín Silva Díaz

 



Hace algo más de un año un nutricionista dijo en la radio que la bandera de Venezuela debía sustituir sus estrellas por unos mangos. Lo dijo en el medio de la funesta crisis de la dieta Maduro que aún pervive. Me gusta la sugerencia, aunque seguramente nunca nadie se la tomará en serio.

En realidad, el mango es parte de la identidad nacional. Sobre todo porque ocupa un lugar importante en nuestra infancia que es a donde volvemos para tratar de identificar quiénes somos. Y el mango es como la más poderosa madeleine de los Proust tropicales. Su potente olor nos desata una tromba (o manga) de recuerdos.

Todos hemos sentido asombro al pensar la frase “Bolívar no comió mango”, tan recurrida y que tanto preocupó a García Márquez. Y aunque es posible que sí los probara en Angostura, no hay ninguna prueba de ello. ¡Quizás nuestro gastado símbolo nacional no comió la fruta que nos hermana! Eso lo hace –sin duda– un poco menos nuestro.

¿Pero el mango es nuestro?

Desde que supe que vendría a la India pensé en los mangos que me esperaban. El mango es indio –o al menos del sudeste asiático– y está documentado en Tamil Nadu desde hace miles de años. El nacionalismo indio, que está en todo, insiste que se cultiva en el noreste indio desde hace cuatro mil años mientras que los occidentales –oh, pobres occidentales– lo conocen desde hace apenas cuatrocientos. La palabra mango –en realidad maanga– viene de la lengua malabar o malayalam del actual estado de Kerala. A la vez ésta lo había tomado del tamil aam-kaay y maam-kaay y aparentemente antes del sánscrito amra phal. Los portugueses se enamoraron perdidamente de esta fruta al descubrirla en Kerala y la llevaron a muchas partes del mundo. No es difícil imaginarse a Vasco de Gama delirando y con la barba empegostada de mango.

En nuestra escuela aquí en la India se ofrece fruta como merienda. En esta zona de los Himalayas las manzanas son comunes y durante casi todo el año (con distintas calidades y tamaños) están disponibles. Hay algo de emoción cuando aparecen mandarinas y naranjas; ninguna cuando se sirven las manzanas, pero cuando llegan los primeros mangos hay una conmoción como de cuña de Graffitti (me doy cuenta de que la referencia es añeja). Todo el mundo corre a buscar el mango perfecto. El problema es que todos estos años de experiencia identificando mangos no me sirven de nada aquí. Los mangos que sirven en esta zona son verdes, muy verdes, pero están maduros. Nosotros y los colombianos de la escuela nos vemos perplejos. Al verme desconcertado ante el amarillo que esconde la concha verde, un amigo indio me preguntó si conocíamos el mango. Por supuesto que me produjo risa. Viví, como casi todo venezolano, en edificios de muchas plantas que eran ramas de mango. Decoré horribles artesanías escolares con sus hojas. De niño viví en la calle Los Mangos de la Florida (¿cuántas calles “los mangos” hay en Caracas? Recuerdo al menos cuatro). Acompañaba a mi mamá a hacer las compras. La penúltima parada era la pescadería con su infernal olor y larga fila de ojos espantados en el mostrador. Luego de contener la respiración en esa última prueba del héroe –diría Campbell–, llegábamos a la venta de jugos de frutas, isla del náufrago, el premio a la aventura. Muchas frutas, sí, pero todo olía a mango, un mango dulce y potente capaz de ahuyentar los rastros (y rostros) feroces de la pescadería. Ese olor salvador y limpio, sin embargo, no es el más recurrido recuerdo: aromas aún más potentes, dulces, ácidos y acres revueltos –en la mezcla de los mangos maduros y los pasados y la savia de los verdes– es el verdadero olor de la infancia en el patio de los abuelos y la marca fijada y común en la memoria de casi todos los que venimos de las regiones equinocciales. No creo que tuviera una camisa que no hubiera manchado de mango. La infancia es el mango, el palo y su fruta, sus hojas en el patio.

La siguiente sorpresa correspondió a la etiqueta. Aquí en la India –como en la mayor parte de Asia– y más aún en una escuela, hay muy pocos cuchillos. Debes pedir a alguien que te pique la fruta. Cuando me la dieron de vuelta, en lugar de los esperados cachetes me entregaron un mango con un corte trasversal, perpendicular a la semilla. Necesité –¡oh, qué fue de toda la experiencia acumulada!– instrucciones de uso. Se debe girar la parte superior y luego separarla. La semilla queda descubierta y se termina de sacar son una cuchara. Quedan dos pequeños cuencos de mango en su piel o concha que se comen elegantemente con cuchara. Me sentí como un salvaje. Aquí hasta los monos, colgados de los árboles, lo comen con elegancia y parsimonia.

La boca de payaso escocida después de un hartazgo de mango, el acometer la fruta con entusiasmo –una especie de devoción fuera de control, de entrega total– es algo que aún no he visto en estas montañas. Bien decía Raffaella Carrá que hay que ir al sur. Me dicen, pero no me consta, que algo de esa sensualidad se encuentra mientras bajamos por el sub continente.

Luis Mariano Rivera, el gran compositor carupanero, escribió un merengue oriental dedicado al mango. En una parte dice:

Que el chic galán a su novia, cuando quiera regalar,
prefiera darle manzanas, antes que el mango vulgar (…)

Amigo esta no es razón, se lo digo sin porfía,
el galán procede así, por complejo y monería (…)

Que a una dama delicada comer mango es indecente,
porque le ensucia las manos y hebras deja entre sus dientes (…)

Amigo esa no es razón, si el mango fuera importado,
le aseguro lo comiera, sin tomar ese cuidado (…)

El mango es vulgar porque lo tenemos a mano y la manzana elegante porque viene de lejos. Rivera guarda resentimiento ante esta percepción rastacuera que es sin duda también una parte de ser venezolano. Pero nadie ataca a una manzana como a un mango. Hay otra libido, digamos. El temor de parecer vulgar de la señorita y del (chic) galán quizás no sea del todo un asunto de preferencia por lo extranjero o exótico.

A la vez, Luis Mariano Rivera trata al mango de “nuestro” con una pertenencia que no parece darle a la lechosa (papaya), parchita (maracuyá) o piña (ananás) que sí son autóctonas americanas. El mango ya es nuestro, nos dice Rivera, con ese merengue tan oriental.

He soñado –quizás algún día lo logre– convertirme en un mango –o mejor aún: un mangazo– en la boca de alguna. No me imagino a una mujer india llamando “mango” a nadie del sexo opuesto. Ah, el pudor indio. Ah, la impudicia caribe.

Nuestro arroz con mango

Todos tenemos nuestro arroz con mango en la cabeza y nos cuesta darnos cuenta de que tanto uno como otro provienen de estas tierras lejanas. En Carúpano probé un chutney de mango trinitario que no olvidaré. Y me decía un amigo trinitario que le gustaba la comida india, pero la trinitaria. Hay muchas Indias en las Indias. El chutney trinitario es muy dulce, el chutney más común en la India es de mango muy verde, salado y muy picante. También es maravilloso.

Para los indios –cómo no– el mango es el árbol del amor y la fecundidad. A Kama –buen nombre para el dios del amor, Kamadeva– se le representa con las pequeñas flores del mango y con frecuencia debajo de uno de estos frondosos árboles. Kama muere incinerado –buena forma de muerte para el dios del amor– por la mirada del tercer ojo de Shiva. Rama, el héroe de una las Ilíadas indias, el Ramayana, se excita con el “olor enloquecedor” del árbol de mango.

Buda, seguramente el indio más famoso de todos los tiempos, fue también un fanático del mango. Muchas imágenes lo representan con un mango por mudra en su mano derecha. Si bien se iluminó bajo un ficus, le gustaba meditar a la sombra de los mangos. Una de las historias más importantes en el budismo tiene que ver con un mango y cómo del fruto que comió el buda creció un árbol cargado en una sola noche. Y esto fue sólo para que el iluminado pudiera hacer un milagro al día siguiente (porque había anunciado que sucedería debajo de una mata de mango). Así como Buda meditaba bajo el mango, podemos imaginar muchos chinchorros en oriente colgados de los palos de mango. Quizás sin iluminar del todo, algunos de nuestros budas de oriente, con su barriga cervecera meditan con letargo tras un sancocho. He escuchado palabras sabias en sombras como esas.

Hay muchas historias dentro de la compleja mitología india. Cuando le pregunto a algún amigo indio por alguna historia que he escuchado siempre me dicen que no la ha oído y me cuenta una nueva. Me gusta particularmente la de Karaikkal Ammaiyar. Karaikkal, una gran devota de Shiva (su verdadero nombre era Punithavathiyar que no es más fácil), se casó con un rico mercader. Un día su esposo envió dos mangos a su casa pensando en la comida. Mientras Karaikkal esperaba a su esposo un yogi o sadhu de Shiva pasó pidiendo comida. Karaikkal le dio uno de los mangos. El esposo disfrutó el primer mango y pidió el segundo. Karaikkal le pidió ayuda a Shiva y un mango cayó del cielo sobre su palma. Cuando el esposo lo probó se dio cuenta de que era muy superior al anterior. Le reclamó a su esposa que le dijera de dónde había sacado ese mango celestial. Ella explicó y su esposo no le creyó.

-Hazlo de nuevo -ordenó. Y cuando Karaikkal cerró sus ojos un mango volvió a caer sobre su palma. Cuando el esposo fue a tomarlo desapareció. Él lo tomó por un milagro y a ella por santa. Así que la abandonó para casarse con una menos santa. Karaikkal se dedicó a su devoción a Shiva incluso transformada en un esqueleto a petición propia. Su ex esposo inició el culto hacia ella y le dio su nombre a su primera hija con su nueva mujer. Todos los años se celebra en Karaikkal (un pequeño pueblo que fue parte de la colonia francesa en la India, Pondicherry) un festival del mango. Desde el techo del templo dejan caer los mejores frutos que los peregrinos recogen devotamente.

Una de las cosas que me extraña de la historia es que el rico mercader envía sólo dos mangos a casa. (Además, sólo piensa en él). Para mí el mango es símbolo de una abundancia desbordada. Aún recuerdo la imagen de Maturín y sus calles amarillas, envuelta en un insoportable vaho de mangos podridos y nubes de moscas de fruta porque las matas producían tanto que no había manera de recoger el obsceno exceso. Las casas con bolsas de mangos en sus puertas que nadie recogerá porque nadie puede con tanto mango.

Yo nunca compré mango sino hasta que fui adulto entradito en años. Los mangos eran omnipresentes. Que el yogi de Shiva –o Shiva mismo– pidiera comida y se le diera un mango es inconcebible para mí. ¿No podía cogerlo de la propia calle? Quizás el yogui no estaba provisto de nuestras famosas cholas tumba-mangos –también conocidas como petroleras– que con pericia se convierten en bumeranes que alcanzan los frutos más lejanos.

Le comenté esta preocupación a un buen amigo indio y me respondió que por supuesto también es imagen de abundancia en la cultura india. Que yo no lo veía porque vivo montado en los Himalayas donde los mangos no crecen –como en los Andes, en donde los pobres niños andinos no pueden vivir la infancia como es debido (claro, esto no lo dijo mi amigo)– pero que si fuese al pueblo de su padre vería como las cosechas de mangos también se pierden en las calles. Insistió en que, como el Holi, el festival que se convierte en una guerra de colores, en muchas zonas de la India se organizan verdaderas guerras con proyectiles de mango. En ese despilfarro natural también nos hermanamos, pensé. Pero aún no he visto la abundancia de mangos desparramarse en Delhi, Tamil Nadu o Pondicherry.

En los proverbios indios se alude a la incesante bendición del mango. Del mango se dice “दोहरा लाभ होना।” (dohara laabh hona) doble beneficio, porque se come la fruta y se vende la semilla. Y en lugar de decir que se mata dos pájaros de un tiro, se dice que se obtienen al menos dos mangos de una rama (cosa que no sólo se adapta a la manera vegetariana sino que sin duda es más hermoso).

En el sur se hacen guirnaldas y ofrendas con las hojas del mango. Se considera que son auspiciosas. Se combinan con las marigold o caléndulas tan comunes en toda la India y con cocos. Las bodas en el sur tienen estas ofrendas y guirnaldas para asegurar la fecundidad. En la India no se regalan flores. Cuando se invita a una casa no se lleva un ramo, sino que es costumbre llevar frutas (o dulces). No es raro, ni mal recibido, llevar una caja de mangos a los amigos.

Cuando los mogules pintaban el paraíso visto por Mahoma, lo poblaban de mangos indios. Seguramente nuestro paraíso también tendrá mangos abundantes (pero que nunca se pudren, como en el infierno de Maturín).

Conchas y conchitas de mango

Aquí hemos probado cuatro variedades de mango; posiblemente Dasheri, Himsagar, Langra y Badami. No estamos seguros. Hay más de cincuenta variedades indias y sus formas y colores son muy distintos a los tipos más comunes de Venezuela. Lamento profundamente que Mango. Verde, maduro, pintón el excelente libro de la Fundación Belloso, sea de los libros perdidos de mi biblioteca. Allí hay un recorrido por la extensa cultura del mango en Venezuela aunque especialmente en el Zulia. La verdad es que las variedades venezolanas descritas allí no las he visto en otras partes, salvo quizás el de bocado que nos pareció verlo incluso en Tamil Nadu.

Para los Jainitas, Ambika –la diosa madre– lleva mangos en sus dos manos derechas. Ambika tiene cuatro brazos, claro. Generalmente se le relaciona con Durga (y también con Parvati) y su historia tiene nexos y resonancias con la de Karaikkal Ammaiyar (como el incrédulo esposo que luego le rinde pleitesía y el mango que es parte de su iconografía). Las historias de las muchas mitologías y religiones indias se conectan y a veces crean reflejos múltiples. Es curioso que casi todas las diosas-madre tengan alguna relación con el mango.

Cuando a Parvati (Uma) y a Shiva les regalan un mango, sus hijos Ganesha y Kartikeya (Skanda o Murugan) se retan para ver quien merece el fruto de la discordia. Ganesha con su sabiduría vence: mientras su hermano sale disparado a darle tres vueltas al mundo, Ganesha –en cambio– le da las vueltas a sus padres pues ellos son “su mundo”. Los padres otorgan el mango al dios de cabeza de elefante como símbolo de sabiduría y conocimiento. La sabiduría no sólo se gana recorriendo el ancho mundo sino también quedándose en casa. Al oír esta historia me preocupan un poco las interpretaciones jurídicas indias. Todo es posible.

El árbol del Génesis, el del conocimiento del bien y el mal, generalmente se representa con manzanas. Los que venimos de las regiones equinocciales –que nos hermanan– sabemos que debía ser un mango, jamás la anodina y seca manzana. El fruto seguramente era jugoso. Como el de Ganesha, como el Buda, Ambika o Karaikkal. Un mango como el que excitó a Rama, o el de las flores que adornan a Kama, el dios que se consume en fuego.

Desde niño sufro de terribles migrañas. Tratando de escapar de ellas un médico me recomendó hace unos años no volver a comer de anacardeáceas, las plantas cuyo fruto parece un corazón. Allí está el merey, omnipresente en la comida india. Y allí está también el mango. Me resistí por un tiempo. Luego pude darme cuenta de que el médico tenía razón. Como poco mango, y cuando como hay algo de culpa –judeocristiana, quizás– porque sé que puede haber castigo. Pero cuando como también hay entrega: cuando lo como cierro los ojos como Karaikkal, me acerco también algo más a Kama y a Rama y sin duda vuelvo a la infancia que es verdaderamente el lugar de donde somos.

(Ahora, después de tanto tecleo sin dirección pongo al Grupo Mango –que suena a Caracas– a ver si me ilumino).

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