martes, 1 de noviembre de 2022

Venezuela, país de emigrantes



 POR Miguel Ángel Martínez Meucci

Tengo presente todavía la última mirada
que di a Caracas desde el camino de La Guaira.
¿Quién me hubiera dicho que en efecto era la última?
Andrés Bello, carta a su hijo (17/II/1846)

Introducción

Las consecuencias que la llamada Revolución Bolivariana ha acarreado para la sociedad venezolana no desaparecerán en el corto plazo. Su comprensión cabal requerirá un buen tiempo, sin que podamos descartar el riesgo de que una parte crucial de la realidad que ahora vivimos termine siendo velada por un olvido natural y espontáneo, o quizás interesado y deliberado. En todo caso, uno de los factores que han repercutido con mayor fuerza en esta mutación profunda que experimenta la nación en general y el ciudadano venezolano en particular es el de la masiva emigración —cuando no desplazamiento— de millones y millones de compatriotas. 

El presente texto no es, ni pretende ser, un estudio en profundidad sobre dicha problemática. Se trata más bien de un ensayo con el que se busca explorar, de modo bastante libre, el universo de significados que entraña una circunstancia humana tan profunda como es la emigración. Su propósito es contribuir a una reflexión pública necesaria para afrontar un futuro particularmente incierto y dilemático. En una primera parte del texto se comentan algunos aspectos que atañen al hecho de la migración en sí mismo, para luego, en una segunda parte, abordar el giro experimentado por una nación como Venezuela, que recientemente ha dejado de ser el destino tradicional de millones de extranjeros para pasar a convertirse en un país de emigrantes. 

I. La dimensión política del hecho migratorio

  1. Politeia: la co-pertenencia a un universo cultural concreto

Los antiguos griegos empleaban, para la descripción de ciertas realidades políticas, un término cuya traducción literal a los idiomas modernos es casi imposible: Πολιτεία (politeia). Bajo este vocablo —fuertemente vinculado con la idea de polis— se alude a una situación de convivencia social o comunitaria en la que la vigencia sostenida en el tiempo de ciertas normas tácitas y explícitas —y por ende, suficientemente consagradas por la tradición— permite mantener la cohesión social en el marco de una participación ciudadana más bien equitativa.

Dice al respecto Gregorio Luri que “una comunidad política sana, es decir no escindida en dos por las discordias civiles, puede verse como una pluralidad armónicamente cohesionada que parece moverse y evolucionar al son de una música que sólo ella escucha nítidamente” (2019: 83). Esa cohesión es tan amplia e incluyente que, también según Luri, “el Platón de Leyes incluso niega que podamos dar el nombre de politeia a los regímenes en los que una parte de la ciudadanía está sometida a otra” (2019: 85), y que “una ciudad continúa siendo la misma mientras mantiene su politeia, aunque vengan a habitarla forasteros, siempre que éstos se adapten a las inercias colectivas, y deja de serlo cuando se produce una quiebra en la trasmisión” (2019: 86). 

La polis, por su parte, es un artificio, un espacio de convivencia más o menos ordenada cuya existencia, a pesar de su carácter artificial, responde al llamado de la naturaleza humana. Según la interpretación que Luri hace de Aristóteles, no hay politeia porque haya polis, sino que más bien es al revés. El ζον πολτκόν (zion politikon, “animal político”) es lo que es, y lo que puede llegar a ser, en función de su “naturaleza politeica”: 

Normalmente con la expresión ‘animal político’ se quiere decir que el hombre es un ser social, que está hecho para vivir en comunidad con otros hombres y no aislado. Pero en realidad, Aristóteles, su creador, tiene en mente algo bastante más radical: que el hombre no está hecho para la política, sino que está hecho de politeia, que es politeico (2019: 93)

Cabe señalar además que la condición racional del ser humano implica que esa politeia es indisociable de la comprensión compartida de las cosas, lo cual pasa por la copertenencia a un lenguaje articulado común a todos los miembros de la comunidad política. Toda posibilidad de desarrollo personal, de despliegue de la propia naturaleza, amerita dicho lenguaje articulado, único recurso mediante el cual resulta factible establecer ciertos consensos racionales en torno a lo que es mejor o peor, conveniente o inconveniente, verdadero o falso. Por consiguiente, toda politeia se articula en torno a un sentido moral común, lingüística y simbólicamente estructurado, y con el cual es preciso familiarizarse si se quiere formar parte de aquella. 

Lo habitual es que dicha familiarización —el término formal empleado en las ciencias sociales es el de “socialización”— se produzca paulatinamente desde el nacimiento. Nacer en el seno de una comunidad determinada es verse obligado a desarrollar la propia conciencia dentro de un marco específico de convenciones en el que hemos venido a caer por puro azar. Es en ese marco cultural concreto donde adquirimos y desarrollamos no sólo nuestras creencias más básicas —las que nos acompañarán por siempre de modo casi siempre inconsciente—, sino incluso el conjunto general de conceptos y categorías que nos permiten pensar, entre otras cosas porque es allí donde recibimos —heredamos— un lenguaje específico entre tantos que existen y que podrían habernos tocado en suerte. Consideraban los antiguos griegos que sólo en esa copertenencia cultural, social y política puede el ser humano contar con la posibilidad de desplegar todas sus potencialidades, y de llegar a ser en plenitud lo que ya es en potencia desde que nace. Sin esa pertenencia a una polis —consideraban aquellos griegos formidables— el ser humano no llega a ser plenamente tal, quedando condenado a una existencia degradada e incompleta.

¿Qué pasa entonces con el emigrante? ¿Qué le sucede a quien, por la razón que sea, le toca vivir en una politeia distinta a la que conoció en su infancia? Le pasa en primer lugar que ext-raña todo lo que para él es esencialmente familiar y normal, en tanto le resulta relativamente ext-raño todo lo que ve a su alrededor. Él mismo es un ext-ranjero allí donde se encuentra, en ese territorio que originalmente consideraba ext-erno o ext-erior. Si en esa tierra ajena se habla una lengua distinta a la suya, esa vivencia de exterioridad se acentúa aún mucho más.

En su tierra de destino, comportarse del modo que ha aprendido a hacerlo desde su infancia —y a todo lo largo de su proceso de socialización— no le resulta al inmigrante una actividad inmediatamente eficaz, ya que las respuestas que recibe de los otros —de esos que sí se encuentran en su politeia natural— no son las mismas a las que está acostumbrado. Sometido a esta alienante ex-periencia de verse rodeado de congéneres que no responden a una misma noción compartida de las cosas, no es raro que el ser humano llegue, como individuo que es en última instancia, a cuestionarse no sólo sus creencias más profundas, sino incluso su propia identidad, ya que si hay algo realmente difícil para el humano es vivir asumiendo de modo consciente —y a veces deliberado— que profundas diferencias le separan del medio social que le rodea. Para decirlo de otra manera, su “naturaleza politeica” le lleva a experimentar un profundo desasosiego cuando se ve privado de su politeia natal, y mientras se debate en torno a la posibilidad de verse eventualmente adoptado por otra (o de aceptar vivir como el filósofo: perpetuamente alerta y consciente de lo que le separa de toda politeia en general).

La experiencia de ser extranjero puede ser tremendamente divertida cuando estamos en capacidad de elegir y controlar sus términos temporales y espaciales; esto es, cuando podemos decidir a dónde vamos y por cuánto tiempo. Es lo que sucede cuando hacemos turismo (tour: un paseo, un giro, una vuelta) o cuando viajamos por trabajo, sabiendo que conservamos un hogar al cual podemos retornar en algún momento. Quien así viaja amplía sus perspectivas vitales, conoce otras realidades y aprende a ver las cosas desde una mirada más amplia. Pero mientras más corto sea ese periplo, menos forzado se verá el individuo a adentrarse en politeias ajenas; no sólo estará menos necesitado de comprenderlas, sino que no se sentirá obligado a trucar o sacrificar los términos de su propia identidad y de pertenencia a su comunidad natal. 

Muy distintas son las cosas para quien se siente obligado a emigrar. En tales circunstancias, cuando la violencia inminente o la pobreza acuciante fuerzan a las personas a tomar decisiones drásticas, la inmersión en realidades culturales ajenas se vive con máxima zozobra e incertidumbre. De repente los códigos culturales compartidos no existen en los mismos términos, los familiares y amigos con los que se mantiene un contacto periódico se reducen o terminan alejados totalmente, y hasta la lengua en la que pensamos y sentimos deja de ser nuestro vehículo de comunicación habitual. La emigración forzada, el desplazamiento, el viaje a lo desconocido que emerge como última posibilidad ante la falta de opciones factibles en la propia politeia, es una de las experiencias más dramáticas y profundas que puede vivir un ser humano.

  1. La experiencia de ser extranjero: revisión de la identidad por inmersión en la alteridad

Desde el momento mismo de emprender el viaje de salida o abandono de su propia politeia, el emigrante experimenta un profundo vértigo existencial. Si ya de por sí el futuro es ignoto, el futuro alejado de toda referencia cercana puede llegar a ser aterrador. Según las circunstancias del caso, el viaje mismo puede ser extremadamente duro o peligroso. Por otro lado, no sólo pesa el alejamiento de familiares y amigos, de esas primeras redes de afecto y solidaridad en las que todo ser humano tiende a criarse, sino que pesa también el distanciamiento del connacional que antes parecía un tanto lejano, pero que desde la creciente distancia que impone la emigración luce ahora casi como un hermano. 

El emigrante no sólo abandona su hogar en sentido figurado, sino también en uno muy concreto: por lo general no tiene un domicilio prefijado antes de llegar a otro país. Suele quedarse sin su espacio físico en el mundo. Debe llegar a crearse un nuevo hogar, a conseguir un nuevo lugar para sí, con la esperanza de poder llenarlo de ese sentido único y personal que imprimimos a nuestras cosas materiales. Un espacio propio que, por lo demás, sea reconocido como tal por los locales, por quienes le rodearán a partir de ahora y que sí están en su propia casa.

En tales circunstancias, y dependiendo del talante que predomine en la politeia de adopción, el recién llegado tendrá que lidiar en mayor o menor medida con un aspecto terrible de la naturaleza humana: el sentido innato de pertenencia a un (endo)grupo, que como tal rivaliza con otros (exo)grupos. Por alguna razón que especialistas de toda índole se afanan en explicar, y para vergüenza de nuestra condición moral, la idea de una igualdad universal entre todos los seres humanos no parece ser consustancial a nuestra especie. La declaración universal de los derechos humanos, por ejemplo, no tiene ni un siglo de haber sido creada y suscrita. Muy por el contrario, no requerimos demasiados pretextos para encontrar amargas diferencias entre toda clase de grupos humanos; diferencias que con demasiada frecuencia llegamos a considerar insalvables.

En consonancia con lo anterior, se constata que desde pequeños nos cuesta muy poco dividirnos en grupos que agonísticamente encuentran razones para competir entre sí. Repartamos camisetas azules y rojas entre cualquier grupo de niños, pongamos un objetivo en discordia y de inmediato veremos cómo entienden que se han convertido en rivales, asumiendo con gran entusiasmo los roles que ello implica. En parte, la fascinación que nos generan los deportes radica en su carácter de lucha más o menos simulada. Pidámosles en cambio a los niños —y a los no tan niños— que colaboren unos con otros, que se respeten, que trabajen todos juntos como hermanos y sin distinciones para alcanzar un mismo objetivo, y veremos lo difícil que es no sólo establecer una cooperación general entre todos, sino incluso despertar algún entusiasmo al respecto.

Por consiguiente, todo aquel que aparezca como distinto, diferente o extranjero será automáticamente candidato a la ex-clusión, a la segregación y el apartamiento, cuando no objeto de persecución y violencia. Podrá entonces el emigrante ser bienvenido, o más bien considerado como un intruso o un invasor. De ahí que su tendencia natural sea la de buscar la compañía de su endogrupo, de sus semejantes y compatriotas en medio de esa tierra ajena. Esto llega a ser así incluso en situaciones en las que la emigración masiva ha sido forzada por violentos conflictos internos, cuando la confianza en el conciudadano suele haber quedado supeditada a la ausencia de una rivalidad política. En la distancia, las semejanzas de origen relucen mucho más de lo que lo hacían en casa, mientras que las rivalidades domésticas pueden verse atenuadas ante la vivencia de diferencia general en la que vive sumido el inmigrante.  

Dependiendo de cómo esté conformada una politeia, su sistema de normas efectivas en la realidad cotidiana podrá corresponder de forma más o menos fiel a su sistema jurídico formal. Ese es uno de los primeros retos de todo inmigrante: detectar hasta qué punto la realidad de su país de acogida está regida por su ley escrita, y hasta qué punto debe aprender a descifrar códigos de conducta mucho menos explícitos. La tarea puede hacerse bastante más compleja cuando la propia cultura de la cual procede el inmigrante mantiene diferencias notables en este sentido con la cultura de adopción. Cuando el inmigrante procede de un entorno cultural más formal que el del país lo está adoptando, la integración puede parecer imposible y caótica en términos racionales; cuando en cambio sucede lo contrario, el foráneo puede echar en falta una relación más directa y personal a la hora de resolver problemas, o sentir que este tipo de cercanía está reservada sólo a los ciudadanos locales. 

A este tipo de dificultades, siempre experimentadas por los emigrantes a lo largo de la historia, el mundo moderno ha añadido una en particular: la que impone la necesidad de contar con identificación formal mediante documentos oficiales emitidos por los Estados nacionales. Obtener los papeles de rigor en el país de llegada no siempre resulta fácil, pero a veces es menos complicado que hacerlo en el país de origen, del que por buenas y terribles razones se ha decidido emigrar. Y cuando por la razón que sea el migrante se queda sin su documentación, la situación de no poder acreditar legalmente su pertenencia a ninguna politeia, de no poder ser reclamado por ningún país, se siente entonces como la inminencia de un abismo. La soledad del individuo sin papeles, de esa persona que bordea la condición de apátrida como consecuencia de la negligencia de otros, es sin lugar a dudas dramática. 

Enfrentado a todas estas adversidades, quien emigra forzado por las circunstancias suele desarrollar, por necesidad, la sensación de que en primera instancia sólo se tiene a sí mismo y a su propia fuerza de trabajo. Nada le será regalado; todo le costará enormes esfuerzos. No dispondrá de extensas redes de apoyo para resolver los problemas que un local solventa con mayor facilidad, y se acostumbrará a ahorrar en la medida de sus posibilidades. Valorará enormemente cada relación que pueda establecer con propios y extraños, cada favor recibido y, sobre todo, la posibilidad de consolidar una familia estable que le permita reproducir parcialmente el mundo que ha dejado atrás. 

Por todas estas razones, los extranjeros tienden a crear sus propios espacios, asociaciones y mecanismos de cooperación en sus países de acogida. No sólo encuentran de este modo mayores facilidades para resolver problemas cotidianos en medio de una politeia que no les resulta inmediatamente familiar, sino que además pueden recuperar parcialmente esa sensación de estar en casa. Se van creando así espacios para compartir todos aquellos aspectos que constituyen y fortalecen a una comunidad: lengua, expresiones idiomáticas, humor, creencias —religiosas o no—, tradiciones, gastronomía, diversiones, etc. En la medida de lo posible, intentan mantener sus tradiciones, a menudo en constante y dinámica fusión con la cultura de adopción. Mucho en este sentido dependerá de la medida en que lengua y religión —al decir de Samuel Huntington (1997), esos dos ejes fundamentales de la identidad cultural— sean relativamente similares entre la cultura original del emigrante y la adoptiva.

Las comunidades de migrantes no sólo aportan elementos propios de sus culturas de origen, sino que también se convierten en canales directos de importación cultural en dirección opuesta. Aparte del periódico envío de remesas que suele marcar este tipo de situaciones —dado que evidentemente los emigrantes vienen de países que se encuentran peor situación y suelen ayudar a sus familiares que allí siguen residiendo—, también se irá produciendo una lenta incorporación de productos tangibles e intangibles, de ideas, modos y costumbres que terminan por ejercer alguna influencia en los países de origen. Por supuesto, esto dependerá de muchas circunstancias, y sobre todo de la cantidad de migrantes y su peso específico en las comunidades de origen. En algunos casos, cuando las colonias de inmigrantes procedentes de un mismo país se concentran masivamente en otro, logran incluso modificar sensiblemente a la sociedad que los recibe, aproximándola en alguna medida a su propia cultura de origen.

Mientras tanto, y durante la época en la que se producen masivos flujos de emigración, en el país de origen es posible que se generen conflictos y resquemores entre quienes se marchan y quienes se quedan, mientras el país se va acostumbrando a la idea de ser un país de emigrantes cuya nueva fisonomía se caracteriza ya por profundos cambios y cicatrices. No cabe duda de que la emigración masiva sólo sobreviene cuando un país experimenta una tragedia de grandes proporciones y algo se ha roto en su politeia; de ahí que cierta tristeza, nostalgia y sentimiento trágico de la vida, acompañado casi siempre de la sobria entereza que es necesario desarrollar para volver a levantarse, caracterice a los países de emigrantes, tanto a quienes decidieron emprender la partida como a quienes optaron por quedarse.

Las heridas que sin duda representan las separaciones familiares tenderán a irse restañando con el tiempo, y las nuevas generaciones, a veces ya nacidas en territorio extranjero, crecerán como miembros de la comunidad de adopción. La fortaleza de los vínculos que mantengan con la cultura de sus mayores dependerá de un sinfín de factores, pero por lo general habrá decrecido notablemente para la segunda generación nacida en el país de adopción, salvo que se trate de familias religiosas y que existan profundas diferencias religiosas entre la cultura de origen y la de recepción. 

  1. Los retos de la política en contextos de emigración

Nos interesa aquí comentar la importancia de un aspecto en particular que en nuestra era —una era marcada por la hegemonía del ideal democrático liberal— atañe profundamente a la situación de grandes comunidades de migrantes en todo el mundo. Nos referimos a su papel como ciudadanos y como sujetos políticos, tanto en sus países de origen como en sus países de recepción. Menos podría decirse al respecto en tiempos remotos, cuando aún la mayor parte de los estados del mundo no habían suscrito la Declaración Universal de los Derechos Humanos, pero a día de hoy el respeto y la defensa de los derechos fundamentales de todo ser humano, incluyendo a los extranjeros y refugiados, forman parte de las obligaciones de cada estado. Dependiendo de cómo se maneje esta problemática, el asunto puede ser un quebradero de cabezas para los gobiernos o convertirse en una gran oportunidad para las sociedades.

La llegada de inmigrantes, sobre todo cuando es motivada por grandes catástrofes, está sometida hoy al control legal de su ingreso y a la verificación de su documentación. Países con clara conciencia de que necesitan inmigrantes, como Canadá o Australia, no sólo han desarrollado políticas exhaustivas en este sentido y por las cuales se permiten seleccionar a quienes dejarán entrar a sus territorios, sino que además cuentan con condiciones geográficas que les permiten controlar mejor dichos ingresos. Otros países no han querido, podido o sabido implementar tales ventajas, con lo cual resultan mucho más vulnerables a intempestivas presiones migratorias, tanto legales como irregulares; tal es el caso, sobre todo, de los países ubicados junto a territorios en conflicto armado o en situación de pobreza extrema.

Evidentemente, una mayor presencia de inmigrantes en situación irregular se relaciona con mayores tasas de delito, desde la posible presencia de mafias dedicadas al tráfico de personas hasta la explotación laboral en los países de destino. Por ende, la adecuada regularización de estos flujos migratorios es parte esencial de toda política de inmigración realista y sana. La presencia de inmigrantes será positiva en la medida en que éstos efectivamente logren integrarse, por así decirlo, en la politeia del país de llegada, lo cual quiere decir que aunque no deban abandonar sus costumbres y tradiciones, éstas no deberían vulnerar las de la sociedad de acogida. A nadie se le escapa que lo anterior será mucho más fácil en la medida en que la lengua y la religión de los países de origen y destino de la migración no sean tan disímiles. 

Para el país del cual se emigra, la migración constituye en primera instancia una enorme sangría. La salida constante, masiva o intempestiva de buena parte de su población suele privarle, sobre todo, de quienes están en edad más productiva; suelen quedarse los mayores y también, a veces, los más pequeños. Tal es el dramático destino de las naciones en las que, por mal gobierno o discordia social, su politeia ha tendido a fracturarse y desaparecer. En condiciones extremas, este tipo de situaciones puede incluso propiciar no sólo una terrible fragilidad en el estado en cuestión, sino incluso su paulatino sometimiento o absorción por parte de otros estados. 

No obstante, y dependiendo siempre de las proporciones y características que llegue a alcanzar el flujo migratorio, la emigración puede terminar convirtiéndose en una gran oportunidad. Varios factores pueden ser determinantes, tales como el porcentaje de la población que emigra sobre el total de la población del país, la capacidad que tengan los emigrantes de integrarse en los países de destino y las condiciones de acogida que éstos les brinden, las posibilidades con las que cuenten de enviar remesas a su tierra de origen, la naturaleza de los vínculos que puedan mantenerse entre quienes se van y quienes se quedan, y el modo en que la clase política del país en cuestión —ya sea que ésta se desempeñe en un régimen democrático o autoritario—decida asumir este vínculo con los connacionales que ahora están en el exterior. 

La realidad demuestra que mientras mayor sea el tiempo que pasa antes de que puedan solventarse las razones que propiciaron la emigración súbita o masiva, mayor será la cantidad de emigrantes que definitivamente se asentarán en territorio extranjero. En la medida en que dichas causas o razones sean de carácter más estructural y menos coyuntural, más probable será que ese tiempo se prolongue. Por ende, mientras que en el caso de la emigración por razones políticas parece siempre, en primera instancia, menos condenada a sellar un futuro a largo plazo —pues existe siempre la esperanza de que un cambio político cambie las circunstancias y permita el retorno—, en el caso de la pobreza crónica y la falta de oportunidades económicas habrá una gran cantidad de personas motivadas a asentarse permanentemente en otras latitudes. 

Por otra parte, en la medida en que la comunidad de emigrados de un mismo país comienza a poner un pie firme en su tierra de destino y a integrarse funcionalmente dentro de su sociedad, será muy probable que comience a desarrollar cierto apetito político. La necesidad de resolver problemas típicos de la inmigración, de regularizar la situación legal de los recién llegados en un entorno que no conocen bien, de ayudar a los compatriotas que van llegando después, de reunificar las familias o de asociarse con personas de confianza para desarrollar toda clase de empresas, serán siempre poderosos motivos para que en las comunidades de inmigrantes algunas figuras comiencen a destacarse como interlocutores y representantes políticos.

Cuando estas comunidades de inmigrantes son suficientemente populosas y exitosas, no sólo logran constituirse como una fuerza demográfica, económica y cultural que modifica el paisaje humano de las sociedades de acogida, sino que además termina por adquirir los derechos propios de la ciudadanía y a demandar cosas concretas en el ámbito de la política. Los políticos locales más avispados suelen tomar nota de ello y comienzan a incluir el tema de la inmigración en sus discursos y propuestas, ya sea para captar el apoyo de los inmigrantes o, más bien, el de los ciudadanos locales que temen la llegada de éstos. Y en el caso de comunidades políticas que se encuentran bien organizadas en el seno de países prósperos y democráticos —como ha solido ser el caso de los irlandeses, italianos y cubanos en los Estados Unidos, por ejemplo—, se llega a constatar el peso considerable que los estos sectores pueden ejercer en el país de acogida, así como en las relaciones que éste mantiene con el país de origen de la comunidad inmigrante.

En los países de origen, este nivel de organización política de sus inmigrantes suele generar las actitudes más diversas. Por una parte, no cabe duda de que el desarrollo que puedan alcanzar los emigrantes en el exterior se constituye como una palanca para el desarrollo interno, usualmente a través de la vía más popular, expedita y democrática: el envío de dinero al país de origen (remesas, inversiones, etc.) Ninguna ayuda que pueda genera la clase política del país en cuestión será más directa y desinteresada que la que envían los familiares desde el exterior, por no hablar de la inversión en nuevos negocios (desde la experiencia y capital ganados en el exterior) o de la “responsabilidad social del emigrante” que en ocasiones financia iniciativas que exceden su propio ámbito familiar. De hecho, hay países en los que el dinero enviado por los emigrantes representa el principal ingreso nacional, como es el caso de diversas naciones centroamericanas. 

Por otra parte, también puede pasar que la clase política local perciba en las comunidades bien organizadas de emigrantes a un actor rival, cuyas acciones resultan incómodas para quienes aún siguen manejando la política localmente. Esto resulta absolutamente obvio en el caso de países gobernados por regímenes autoritarios, en donde los autócratas suelen haber sido causa  directa de la emigración masiva y en los que la diáspora (de la que a menudo forman parte numerosos exiliados políticos) se encuentra muy motivada a apoyar rápidos cambios políticos en su país de origen, a menudo con la esperanza de poder volver prontamente. 

No obstante, esto también puede suceder de forma menos visible con regímenes no estrictamente autoritarios, en los que la política rinde escasos resultados positivos para el grueso de la población porque suele estar capturada por pequeños sectores que tradicionalmente ejercen el poder para su propio beneficio (lo cual constituye, precisamente, una de las razones de que la pobreza se haga crónica y de que termine propiciando la emigración). Y en un plano más popular, con frecuencia pasa que al emigrante se le considera como un radical, un “nuevo rico”, alguien que no entiende la política local o que ya no tiene derecho a opinar al respecto.

Cuando predominan estos prejuicios en la población, así como estos recelos en la clase política, pueden terminar sucediendo varias cosas. La primera es que, dependiendo de las condiciones políticas prevalecientes en su patria, el emigrante termine viéndose, de iure o de facto, y ante una relativa indiferencia generalizada, desprovisto de sus derechos políticos. Será común entonces la paradoja de que se le impida votar en su propio país, mientras termina pudiéndolo hacer en su país de recepción. Por otro lado, y en un plano más general, podrá pasar también que colectivamente no se aprenda a extraer nada positivo de la tragedia que en principio constituye la emigración masiva, sin que puedan desarrollarse todas las oportunidades que esta situación podría eventualmente reportar para el país de origen una vez que se ha hecho inevitable.

Este recelo que a veces se desarrolla con respecto al que se fue puede tener sus razones de ser. Por ejemplo, es cierto que al emigrante se le escapan muchos detalles con respecto a la evolución de la política en su propio país, en virtud de la desconexión que tiende a prevalecer mientras reside en sitios lejanos. Pero también es cierto que esa desconexión se ha reducido sensiblemente en tiempos en los que  la comunicación se ha hecho mucho más fluida. De hecho, hoy en día más bien tiende a suceder lo contrario: el emigrante vive fijado en la realidad de su país de origen, sin dedicar todas sus fuerzas a integrarse en su sociedad de acogida.

Por otro lado, más que ser un radical, el emigrante es una persona que se siente mucho más libre para decir lo que piensa con respecto a la realidad de su país natal (sobre todo si éste vive en dictadura) y por eso lo hace, a diferencia de lo que solía ocurrirle antes de emigrar. Y la mayor parte de las veces no es un “nuevo rico”, sino más bien alguien que ahora cuenta con bienes básicos que le resultaban inaccesibles en su propio país, y que se siente orgulloso de haber podido alcanzarlos en un entorno desconocido, luego de tantas penurias y esfuerzos personales. 

En definitiva, y dependiendo de la visión que una sociedad quiera y sepa proyectar de sus emigrantes (y en  esto el papel del  liderazgo político y cultural es fundamental), éstos podrán  ejercer una influencia positiva en su país de origen, o irse desentendiendo progresivamente. Y en el caso de comunidades de emigrantes poderosas y bien organizadas podemos ver incluso la influencia que han logrado ejercer en la evolución política de sus países de origen.

Por ejemplo, la labor ejercida por los irlandeses asentados en los Estados Unidos fue en muchos sentidos determinante para que Irlanda consiguiera su definitiva independencia de Gran Bretaña, y para que haya dejado de ser un país dependiente de la cosecha de papas para convertirse en la sociedad tremendamente próspera que es actualmente. Si el Líbano cuenta hoy con una impresionante capacidad regenerativa, a pesar de los conflictos que recurrentemente sufre, ello en buena medida se debe a la labor de los libaneses en el exterior. Algo similar puede decirse de los italiani all’estero, de los cubanos en la Florida o de los judíos en los EE.UU. Todos ellos han constituido diásporas dinámicas y bien integradas, capaces de influir no sólo en su sociedad de origen sino incluso en su sociedad de acogida, sin por ello modificar negativamente su politeia.

Aprovechar estas oportunidades en el país de origen es una posibilidad que dependerá, en gran medida, de la capacidad que tengan los partidos y demás organizaciones políticas en dicho país para adaptarse a una realidad totalmente nueva, así como de la habilidad e interés con la que cuenten los emigrantes para organizarse políticamente en sus sociedades de acogida. Si el liderazgo político local logra desarrollar la capacidad para integrar los votos y recursos que ofrece la diáspora en los proyectos políticos locales —tanto si se vive bajo un régimen democrático como si no—, si cuentan con la habilidad para rediseñar sus organizaciones políticas con este propósito y si los recelos que emergen al respecto pueden ser superados mediante la conformación de líneas de acción política eficaz y bien consensuada, se estará contando con una enorme fuerza política para redinamizar la situación de países que, al haber experimentado una fuerte emigración, necesariamente se encuentran pasando por grandes dificultades.

II. Giros del destino: nuevo perfil migratorio en Venezuela

  1. Venezuela: crisol americano y patria nueva de inmigrantes

Al haber contado con civilizaciones más jóvenes que las euroasiáticas y africanas, y por haber establecido contactos regulares con el resto del mundo en fechas más tardías, al territorio americano se le conoce como el “Nuevo Continente”. Y como todo joven, América se afana en dilucidar su propia identidad. Una identidad equívoca, incierta, en la que el resultado de mezclar múltiples ingredientes le sabe diferente a cada quien, en función de sus propias experiencias y gustos adquiridos. Definir la identidad americana es un ejercicio siempre inconcluso, porque sus distintas politeias llevan al menos 500 años —si queremos verlo desde una efectiva continuidad histórica— viéndose continuamente sometidas al poderoso influjo del extranjero que remueve una y otra vez unas aguas a las que le ha costado encontrar largos lapsos de quietud y sosiego.

Destino y desaguadero de millones y millones de personas que huían de guerras, despotismos y desigualdades bien consolidadas, América es vista desde Eurasia —el “Viejo Continente”— como tierra de futuro promisorio para sus emigrantes, tierra mestiza propensa a la fusión de culturas, melting pot, mosaico de realidades fraguadas en la asimilación de gentes diversas venidas de otros continentes. Se trata de una mirada que a veces los americanos aceptan con gusto, pero que otras veces rechazan. Ese rechazo emerge cada vez que priva el celo por destacar lo autóctono y originario como componente central de la identidad americana, componente que a veces permanece vivo o es bien conocido, y que otras veces es más bien reconstruido desde una superficial mitología.

Lo cierto, en todo caso, es que América es Nuevo Mundo, realidad que en su morfología cultural contemporánea es esencialmente nueva si la comparamos con otros continentes, espacio emergente en el que el pasado no condiciona tan abrumadoramente las posibilidades del futuro. Como tierra forjada en la continua y reciente recepción de lo extranjero, América ha lidiado siempre de forma cotidiana con la perplejidad y el asombro del forastero. Conoce bien la confrontación con la otredad que se plantea una y otra vez en el seno de las sociedades de inmigrantes, donde tanto el recién llegado como el descendiente de quienes llegaron antes se escudriñan mutuamente con curiosidad y a veces también con recelo. 

Venezuela, por su parte, no sólo es parte de América, sino que por geografía naval fue siempre el punto más cercano a Europa en el continente americano, puerta de entrada, primer puerto para los buques europeos en la tierra firme del nuevo mundo. Tras largas semanas de travesía atlántica, era en esta Tierra de Gracia y Costa Firme —tal como la llamaron los navegantes ibéricos—, en Carúpano, Cumaná, La Guaira o Puerto Cabello, donde era factible descansar y reabastecerse de agua y víveres frescos. Por ello, y procurando las mejores condiciones de vida, las principales ciudades venezolanas se asentaron casi todas a lo largo del eje costero, y ahí han permanecido, curiosas, asomadas y siempre prestas al encuentro con lo nuevo y forastero.

Mientras la mayor parte de las serranías andinas, las llanuras internas y los bosques tropicales que configuran la mayor parte del subcontinente sudamericano tendían a permanecer en su milenario silencio e introspección, observando siempre al forastero con recelo y cautela, la soleada y costera Venezuela se fue forjando en un intenso contrapunteo con lo extranjero de reciente importación. Quizás por eso Humboldt llegó a afirmar que, junto a la sociedad cubana, la venezolana era, entre todas las hispanoamericanas, la más curiosa, informada e interesada por cuanta noticia llegara del exterior. Por tales razones, la realidad histórica ha tendido una y otra vez a reafirmar el tópico de que, en efecto, Venezuela ha sido cálida tierra de acogida de inmigrantes procedentes de los más variados puntos de partida.

Durante siglos serían los venidos de la Europa sureña y católica —España, Portugal, Italia—, de esos países que durante alguna época formaron parte de la antigua monarquía hispánica, los inmigrantes más cuantiosos en arribar a territorio venezolano. Nuestra lengua, nuestras creencias más articuladoras y la esencia de nuestra cosmovisión provienen de aquellas latitudes. Si hoy somos parte de una región del planeta conocida como América Latina, Iberoamérica o Hispanoamérica —según las precisiones de cada caso—; si hoy nos expresamos en la segunda lengua de la globalización y pertenecemos a un enorme universo cultural compartido, es porque desde nuestra génesis cultural entroncamos con esa gran veta de la civilización occidental.

Especialmente los canarios dejarían una impronta indeleble en Venezuela, a la que denominan como “octava isla”. Las similitudes entre los pobladores de estos dos territorios ubicados a ambos lados del Océano Atlántico, palpables en el suave acento, la afable idiosincrasia y ciertas particularidades gastronómicas, sugieren más bien una proximidad que probablemente supera en su intimidad el fuerte vínculo que también establecerían con estas tierras los andaluces, gallegos, asturianos y demás españoles que aquí se asentaron. Entre ellos cabe contar a los sefardíes que embarcados directamente desde España, o bien a través de Portugal o las Antillas Neerlandesas, fueron llegando a nuestro país durante los siglos XVII y XVIII. Este flujo hispánico no disminuiría tras convertirse Venezuela en nación independiente, sino que más bien aumentaría notablemente durante el siglo XX, cuando los estragos de la Guerra Civil Española condenaron a dicho país a sufrir terribles padecimientos durante varias décadas.

Algo similar ocurriría con el flujo de italianos y portugueses que, a pesar de existir ya desde tiempos monárquicos, se multiplicó sensiblemente durante el período de mayor bonanza petrolera en Venezuela. La influencia de estos europeos sureños que escapaban de la guerra y la pobreza, mediterráneos unos y atlánticos los otros, crecería hasta erigirse como un componente de enorme relevancia en la venezolanidad contemporánea. En toda clase de artes y oficios quedó plasmada dicha huella, aportando gustos, sabores y talentos nuevos con su denodado esfuerzo y amor por el trabajo. No cabe duda de que la común matriz cultural proporcionada por el catolicismo facilitó enormemente la integración de estos europeos meridionales en un país como Venezuela, que también forjó su idiosincrasia en esa misma fe, si bien transfigurada en un contexto ecléctico de profundas mezclas y transformaciones. 

También de remotas tierras llegarían los africanos. Y aunque no fuera la propia voluntad la fuerza que originalmente los trajo al Nuevo Mundo, terminarían imprimiéndole a éste toda su energía e idiosincrasia. Es absolutamente imposible pensar a Venezuela sin esa cortesía directa, sentido de la dignidad y ritmo vital tan característicos de los pueblos del África. Las formas de nuestra sociabilidad están impregnadas de la proximidad y la oralidad que marcan los modos de la convivencia y la cooperación social que prevalecieron tradicionalmente entre los diversos pueblos del golfo de Guinea y otras latitudes en dicho continente. Y si reparamos en ese cierto consenso que existe al señalar la música como el más grande de los aportes africanos a la cultura universal, estaremos de acuerdo en que seguramente Venezuela es uno de los países que más se han beneficiado de dicha contribución. A nadie se le escapa que el oído musical y el ritmo que espontáneamente exhiben tantos venezolanos, así como varios de los elementos esenciales de la deslumbrante música venezolana, hunden buena parte de sus raíces en el continente africano.

Norteamericanos y neerlandeses, a través de los campos petroleros, también aportaron importantes elementos constitutivos de nuestra identidad cultural. A ellos se debe, por señalar un par de ejemplos, que en Venezuela el béisbol sea el principal deporte, o que consideremos las patinatas como una actividad típicamente navideña. Franceses, alemanes y centroeuropeos, muchos de ellos judíos ashkenazíes que jamás olvidan la generosidad venezolana, también han contribuido a la forja de lo que hoy en día es Venezuela, así como sirios y libaneses que con su trabajo infatigable han realizado notables obras en nuestro país. 

¿Y dónde quedan, dentro de este enorme mosaico cultural, en medio de esta intensa mezcla, los pueblos originarios americanos? No creo exagerar al señalar que, a pesar de ser los primeros pobladores del territorio que hoy conocemos como Venezuela, ellos son nuestros ancestros más desconocidos. Lamentablemente, el intento contemporáneo de reivindicar a nuestros pueblos originarios suele hacerse desde el total desconocimiento de sus culturas e historias particulares, prevaleciendo así la retórica, la politiquería y el mito sobre la aproximación y el diálogo genuinos.

Su enorme variedad cultural, derivada de las distintas y sucesivas oleadas de pobladores que fueron llegando a estas tierras en tiempos prehispánicos, se verifica en un mosaico de lenguas tremendamente distintas entre sí. De sus diferencias y particularidades poco se habla en nuestros días, así como del distinto modo en que cada grupo étnico se fue relacionando con los extranjeros que paulatinamente fueron llegando de Eurasia y África. Muchas veces ese contacto fue tremendamente violento, y esa es la parte más rememorada del asunto, pero la verdad es que no siempre fue así. A menudo la implantación europea sólo fue posible precisamente porque se produjo en alianza y fusión con determinadas etnias para enfrentarse a otras.

Lo que sí es cierto es que este contacto significó, a la postre y por lo general, el fin del mundo de los pueblos originarios tal como éstos lo conocían, a veces por haberse visto diezmados por los malos tratos y, sobre todo, por las enfermedades europeas —particularmente la viruela y el sarampión arrasaron toda la geografía americana—, pero sobre todo por la asimilación y el mestizaje progresivo, tanto étnico como cultural, que fueron teniendo lugar durante los cinco siglos subsiguientes. La ausencia de grandes imperios preshispánicos en el territorio que luego sería Venezuela, así como su reducida densidad demográfica si lo comparamos con lo que hoy en día son México, Perú, Guatemala o Bolivia, no contribuyeron a que el componente amerindio mantuviera en nuestra tierra el peso que aún conserva en esos países.

Pero los pueblos originarios están ahí, presentes no sólo en los wayuus, los pemón, los yukpa, los warao y todas las etnias que conservan su identidad, lengua y tradiciones, sino también en cada venezolano que, a fin de cuentas, procede hoy en día de infinitas fusiones culturales. Fueron ellos la base original, la realidad cultural enraizada en el territorio a partir de la cual se irían forjando los pueblos nuevos que vendrían a ser, y que somos hoy en día, los iberoamericanos. Sin ellos, sin los pueblos amerindios, estas tierras no serían lo que son.

  1. Giros del destino: el venezolano como emigrante

Ha querido el destino que en este siglo Venezuela, ese país siempre abierto a la llegada de forasteros, tan generoso y propenso a hacer suyo lo extranjero, se nos haya convertido en un país de emigrantes. No es, ni mucho menos, el primer país americano al que le toca experimentar esta difícil realidad. Diversas naciones centroamericanas y andinas, sometidas a encarnizados conflictos armados, han conocido durante muchas décadas lo que significa esta sangría. Incluso nuestro propio país conoció experiencias similares durante el desmembramiento de la Monarquía Hispánica y la constitución de nuevos estados nacionales. De hecho, durante la llamada Guerra de Independencia el territorio de la antigua Capitanía General de Venezuela experimentó los conflictos más encarnizados en el continente y perdió, entre muerte y emigración, a cerca de un tercio de su población. Con las diferencias del caso, una tragedia parecida volvería a tener lugar durante la Guerra Federal, durante la cual fallecieron cientos de miles de personas.

Claro está que, a finales del siglo XX, pocos podían presentir un giro como el que ha experimentado el país en el siglo XXI. Después del fulgurante siglo XX venezolano, ese siglo petrolero y prodemocrático durante el cual el país se mantuvo a la vanguardia de la región, el sentimiento preponderante y generalizado creía que nuestro país estaba “condenado al éxito”. Hoy tenemos claro que si bien ese éxito no nos está vedado, tampoco está, ni mucho menos, garantizado. Los países atraviesan altos y bajos a lo largo de su historia, y quizás el ciclo positivo vivido por Venezuela durante el siglo pasado —que le llevó, entre otras cosas, a experimentar el mayor crecimiento del PIB per capita en todo el mundo entre 1920 y 1980— fue tan largo y sostenido que probablemente nos llevó a olvidar que la senda del progreso no está, ni mucho menos, predeterminada, ni tampoco exenta de reveses, desvíos y eventuales retrocesos. 

Las efectos del tipo de gobierno ejercido por la llamada Revolución Bolivariana han sido tan corrosivos y devastadores que, más allá de cualquier consideración técnica, académica o conceptual, los venezolanos han terminado expresando masiva y democráticamente sus consideraciones al respecto mediante lo que algunos llaman “el voto con los pies”: la emigración. No existe hoy familia alguna en Venezuela que no cuente con uno o varios familiares en el extranjero, en tanto 6 millones de venezolanos (aproximadamente uno de cada 5, o lo que es lo mismo, un 20%) se encuentran viviendo actualmente en otro país. 

Numerosas investigaciones han detallado la morfología de este enorme flujo migratorio, que en muchos casos alcanza la categoría de desplazamiento forzoso. Una extensa bibliografía especializada que ha proliferado recientemente, así como los informes de ACNUR y otros organismos competentes, permiten apreciar la evolución de esta diáspora. Los primeros repuntes en la salida de venezolanos hacia el exterior se fueron produciendo durante la primera década del chavismo, particularmente durante el conflictivo ciclo de confrontación política que tuvo lugar en Venezuela entre finales del año 2001 y finales del 2004.

En aquellos tres años, los paros escalonados organizados por la Confederación de Trabajadores de Venezuela (CTV) y Fedecámaras ante los inconsultos decretos-leyes de noviembre 2001, los hechos de abril de 2002, las marchas y contramarchas de todo ese año, el paro general de PDVSA en diciembre de 2002 y enero de 2003, así como todos los hechos que marcaron la ruta hacia el referéndum revocatorio de agosto de 2004, generaron una zozobra política, económica y social desconocida en el país por al menos una generación, lo cual llevó a que muchos decidieran partir en busca de nuevos horizontes. Esos primeros emigrantes solían salir por vía aérea hacia países desarrollados; eran personas que podían pagarse un pasaje de avión, que contaban con estudios profesionales y con ciertos medios de fortuna, así como también, en muchas ocasiones, con algún pasaporte extranjero. Cabe destacar el caso particular de muchos trabajadores despedidos de PDVSA por razones políticas, ya que en virtud de sus habilidades en el negocio petrolero, muchos de ellos lograron que destinos como México o Colombia les abrieran las puertas.

Tras superar Chávez el referéndum de agosto de 2004, el ciclo conflictivo 2001-2004 quedó prácticamente sellado durante casi una década por varias razones. En primer lugar, el agotamiento de los medios de lucha de un sentimiento opositor que, carente como se encontraba de una dirección política estable, en buena medida emergía espontáneamente del descontento de quienes rechazaban el proyecto político chavista. En segundo lugar, el boom de los precios del petróleo permitió al gobierno de Hugo Chávez disparar el gasto público de manera sostenida durante varios años, impulsando así el consumo de manera colosal y acallando conciencias mientras el chavismo tomaba control directo de todas las ramas del Estado y sometía poco a poco al sector privado. El auge del consumo subsidiado de bienes importados por el sector público y afines desplazó la producción nacional, pero hizo popular al gobierno revolucionario. 

Y en tercer lugar, una suerte de tregua política quedó asentada luego de que la oposición se enrumbara por la vía electoral, y sobre todo tras la consumación de una suerte de tácito “pacto de las reelecciones”. Nos referimos al momento en el que la facultad de reelección presidencial —ambicionada por Chávez pero rechazada en el referéndum de la reforma constitucional de diciembre de 2007— se extendió a gobernadores y alcaldes en la propuesta de enmienda constitucional que fue aprobada por referéndum en 2009, generando incentivos compartidos entre ambos bloques políticos. Esa medida resultó fundamental para que la lucha política quedara plenamente enmarcada dentro de los términos impuestos por el control chavista. 

Durante esos años (2005-2013) se ralentizó la emigración, ya que el dinero y las oportunidades fluían visiblemente en Venezuela. Pero semejante modelo económico era una bomba de tiempo destinada a estallar en cuanto cesara el inusual flujo de petrodólares. Con la caída de los precios del crudo a partir de 2012, la ya de por sí elevada inflación comenzó a dispararse. Y la muerte de Chávez, que por un lado le evitó asumir en vida ese costo político, por otro terminó de desbaratar la vigencia y funcionalidad de ese modelo político-económico. Le tocaría a su sucesor Nicolás Maduro lidiar con todos los problemas derivados del mismo, pero sin contar con sus recursos más importantes: una renta petrolera creciente y el liderazgo particular de Chávez.

El primer período presidencial de Maduro estuvo marcado por la conflictividad derivada de la fragmentación política y la inflación creciente. Ya en 2014 el descontento popular sirvió de combustible para un primer y prolongado ciclo de protestas que fue duramente reprimido, y que vendría acompañado de otro similar en 2017, luego de que la victoria de la oposición en las elecciones legislativas de 2015 (por las cuales logró hacerse con 2/3 de los curules, lo cual le habría permitido en buena lid renovar el poder judicial y el Consejo Nacional Electoral) se viera conculcada, en sus efectos prácticos, por las maniobras inconstitucionales de un gobierno que desde entonces asumió el costo político de ser plenamente autoritario. 

Con una inflación que ya de por sí era la más elevada del mundo, a finales de 2017 se disparó un ciclo hiperinflacionario que a la postre rivalizaría en duración con el más largo que se ha registrado formalmente hasta ahora —la Nicaragua sandinista en los años 80 del siglo XX. La hiperinflación alcanzó entonces proporciones monstruosas (según diversas fuentes, en febrero de 2019 la hiperinflación interanual habría superado la cifra de 2.000.000%), pulverizando así la divisa nacional y anulando la posibilidad de intercambios comerciales medianamente normales. Y será precisamente la hiperinflación el factor decisivo para que el número de emigrantes, que ya venía elevándose desde el 2014, alcance sus cotas más elevadas.

Algunos venezolanos han seguido saliendo por avión, pero la gran mayoría lo hace ahora por tierra —primordialmente hacia los países del arco andino o Brasil— o mar —hacia Trinidad y Tobago. Muchos salen a pie, con lo puesto, caminando insólitas distancias y sometidos a las más diversas penurias. Si en las primeras y menos precarias oleadas los venezolanos se dirigían fundamentalmente hacia los Estados Unidos o España —con particular concentración en las ciudades de Miami y Madrid—, entre quienes huían mayoritariamente por tierra de la hiperinflación, el desabastecimiento, la falta de agua y los apagones recurrentes los destinos principales han sido, por ese orden, Colombia, Perú, Chile, Ecuador, Panamá, Argentina y Brasil. 

Al igual que sucede con muchos de los venezolanos que eligieron a Europa como destino, entre quienes emigraron a países sudamericanos también abundan quienes descienden de migrantes originarios de dichas naciones, asentados en Venezuela durante los años 70, 80 o 90 cuando las cosas funcionaban al revés. Particularmente en el caso de Colombia esta realidad es masiva, ya que en Venezuela ha llegado a haber, según ciertos cálculos, más de 3 millones de colombianos o hijos de colombianos. De ahí que los venezolanos que permanecen en Colombia ronden los 2 millones, alrededor de un 30% de todos los migrantes venezolanos en el extranjero.

Desde inversionistas y emprendedores hasta quienes desempeñan los oficios peor remunerados, pasando por personas que ejercen trabajos altamente calificados en virtud de su preparación técnica y profesional, los venezolanos en el extranjero han ido generando un impacto notable en los destinos hacia los cuales se han dirigido. Vendedores en Lima o Panamá; médicos y “garzones” en Santiago de Chile; restauradores en Madrid; escritores y académicos en Buenos Aires o Bogotá; ingenieros en la Florida y el DF mexicano; repartidores por doquier… Ningún oficio escapa a los venezolanos en el exterior, quienes se han hecho acreedores de elogios por las labores que desempeñan, pero también han sido víctimas de ataques xenófobos. Despiertan simpatía por su amabilidad, cortesía y atractivo acento, aunque en casos puntuales los acusen de intempestivos y soberbios. Han popularizado su gastronomía y se han familiarizado con la de sus países de acogida. La gran mayoría trabaja duro y tenazmente, como suelen hacerlo los emigrantes, y mientras intenta ser feliz cada día, no deja de extrañar, un día sí y otro también, su terruño, sus amigos, y a la familia que de repente se le ha quedado demasiado lejos.

Algunos, descendientes de emigrantes, se reencuentran con sus orígenes familiares y reproducen el modo de vida que sus padres o abuelos practicaron al llegar a Venezuela. En un juego de espejos, recuerdan cómo sus mayores combinaban costumbres locales y foráneas, y ahora ellos hacen arepas o hallacas en España, Panamá o Perú. Otros, sin antepasados extranjeros cercanos, comienzan a familiarizarse con lo que implica la emigración, recordando quizás lo que vieron vivir a los extranjeros en Venezuela; van conociendo otras culturas y las incorporan en su cotidianidad, y cuando la ocasión es propicia, se van enamorando también de las cosas buenas que hay en las tierras que ahora habitan. En ratos libres se congregan, bromean y celebran sus costumbres. Y cada vez que pueden dan a conocer a Venezuela, allí donde quiera que estén.

Todo ello va ocurriendo a pesar de la dureza, del desarraigo y del ex-travío que implica alejarse de la tierra que nos vio nacer y crecer. Si la vida tiene siempre sus durezas, en el caso del emigrante se añade siempre una cierta íntima y profunda soledad, una general incomprensión de parte de quienes le rodean, superable sólo mediante la cercanía de la familia, la compañía de los connacionales, la flexibilidad suficiente para conectar con los ciudadanos del país de acogida, o bien el cultivo de una actitud personal tremendamente reflexiva y serena. La nostalgia, esa nostalgia profunda de la patria lejana que los portugueses llaman saudade y los gallegos morriña, se va instalando en la paleta de colores y sentimientos del venezolano, una paleta antes dominada por las tonalidades más alegres y vivaces. La emigración da qué pensar, y a través de sus asperezas aporta tonos graves que nos aproximan a lo humano en su dimensión más universal.

Para la Venezuela de nuestro tiempo, se trata de un sector muy significativo, de millones de compatriotas que, en su gran mayoría, tienen pocos años de haber llegado a sus tierras de destino y que aún no se sienten claramente arraigados —por no hablar de los que aún siguen saliendo de nuestro país. Todavía están en esa primera o segunda fase de la emigración, particularmente vulnerable y cargada de sufrimientos e incertidumbres. Con su trabajo en circunstancias nada familiares se ganan un dinero que, convertido en remesas, y cuando la industria de los hidrocarburos ha dejado de ser lo que era, supera el ingreso petrolero de Venezuela. No se cuenta ya en nuestro país con el respaldo público que durante décadas proporcionaba la renta petrolera, y por ende los venezolanos sólo cuentan ahora con el valor de su propio esfuerzo para salir adelante; pero como en Venezuela no están dadas todas las condiciones para el trabajo libre y productivo, una parte muy importante de ese valor se está generando fuera del país. 

Ahora bien, privados como están de derechos políticos en los países de destino e incluso en Venezuela, y con frecuencia sometidos a un calvario para obtener sus documentos, tanto ante autoridades extranjeras como en los consulados nacionales, buena parte de los venezolanos en el extranjero se encuentran sumidos en un terrible limbo jurídico. Algunos de ellos —entre los que se cuenta una nada despreciable cantidad de exiliados políticos— comienzan a organizarse de diversas maneras, pero aún están lejos de constituirse como comunidades políticamente fuertes y capaces de articular sus demandas. A pesar de todo ello, es probable que poco a poco vayamos viendo emerger a algunas figuras destinadas a cumplir con dicha tarea.

Por su parte, al régimen autoritario que prevalece hoy en Venezuela le interesa con frecuencia sacarle algún tipo de provecho a los emigrantes venezolanos mientras los mantiene privados de sus derechos y apartados de los asuntos nacionales; por su parte, algunos sectores de la clase política no chavista tampoco parecen demasiado interesados en tomarlos en cuenta dentro de sus programas de acción política. De momento, los venezolanos en el exterior están privados del derecho al voto, y no todos los políticos se muestran interesados en que lo recuperen. Pero la verdad es que para una Venezuela que cambió profundamente se requiere también que cambien organizaciones políticas, de modo que puedan renovar su capacidad para responder eficazmente a una nueva geografía humana, política, económica, cultural y social.

En definitiva, Venezuela es hoy algo que no había sido durante al menos 200 años: un país de emigrantes. Tal como sucede ante todo cambio profundo, cuesta asimilarlo. Pero es necesario hacerlo. El país no encontrará un camino sólido y eficaz para salir del atolladero actual si la tragedia no es aceptada en su realidad y comprendida desde sus raíces. Los errores y las calamidades sólo pueden dejarnos algo positivo cuando de ellas logramos extraer lecciones realistas y verdaderamente útiles. Y la realidad en estos momentos es que una parte muy importante de nuestro país y de nuestra sociedad, en términos familiares, demográficos, culturales y económicos, se encuentra ahora asentada fuera del territorio nacional. No se trata —como lamentablemente tienden a afirmar algunos, desde una cierta ceguera del alma— de “gente que se fue”; se trata de personas que de un modo u otro sufren su lejanía, que se mantienen vinculadas con el país de múltiples maneras, que cumplen un papel fundamental —no siempre visible o reconocido—, que siguen siendo venezolanos con el derecho a ser tratados como tales, y que tienen, además, la obligación moral de participar en la recuperación nacional.

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Referencias

Huntington, Samuel (1997): El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, Paidós, Barcelona.

Luri, Gregorio (2019): La imaginación conservadora. Barcelona: Ariel. 

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