Volví a Venezuela después de seis años que se me han hecho muy largos. Vine consciente e interesado por entender mejor lo que está sucediendo y las grandes brechas de percepción que se han ido abriendo entre los de adentro y los de afuera, todos venezolanos. Tengo muy presente que hace seis años también recibí una de esas lecciones que no se olvidan sobre las diferencias entre los hechos (cada vez más esquivos y de contornos más tenues) y las percepciones (cada vez más sentenciosas y definitivas).
Todo surgió a raíz de un texto que Douglas Barrios y yo escribimos a finales de 2016, donde pretendíamos dilucidar cuánto tiempo nos llevaría recuperar el nivel de actividad económica que había tenido Venezuela en su pico más reciente (2013). Luego de tres años de recesión, nuestra intención era cuantificar el daño a través de una estimación relativamente simple del número de años que tomaría recuperar ese nivel, de acuerdo con la distribución de probabilidades derivadas de la experiencia internacional y los resultados observados en colapsos económicos anteriores.
El ejercicio no tenía un resultado inequívoco –era cuestión de elegir entre escenarios de crecimiento más o menos probables–, pero no tenía sentido cerrar sin atreverse a sugerir una cifra concreta. Tras considerar las posibilidades e introducir los disclaimers del caso, concluimos que lo mejor que nos podía pasar si empezábamos a hacer las cosas bien de inmediato –un supuesto que no se ha cumplido desde entonces y no parece tener perspectiva de validez en el horizonte de los próximos años– era recuperar en una década el nivel de actividad económica perdido.
Aquel texto –originalmente incluido por Ronald Balza y Humberto García Larralde en el libro Fragmentos de Venezuela (2017) y del que luego publicaríamos una versión actualizada en Prodavinci (2018)– provocó entre sus lectores una reacción mucho más virulenta de lo que habíamos anticipado, en direcciones opuestas. Por un lado, estaban los que nos tachaban de pesimistas, de haber elegido un escenario de recuperación muy conservador para presentar un panorama desalentador [1]. Por otro lado, una jauría en redes sociales nos tachaba de ilusos, acusándonos de alimentar en vano la esperanza de los venezolanos con manipulaciones estadísticas. El detalle está en que la inmensa mayoría de los primeros estaban en Venezuela, mientras entre los segundos había una proporción muy alta de emigrantes.
Cada uno se había asomado a nuestros números buscando confirmar las decisiones que había tomado o se había visto forzado a tomar. Entre quienes habían permanecido en el país, predominaba una percepción más favorable, se señalaban casos puntuales de países que se habían recuperado más aceleradamente y alimentaban cierta esperanza de redención. Entre quienes habían decidido emigrar prevalecía el escepticismo, la negación de la posibilidad de recuperación, que sustentaba la difícil decisión de buscar suerte en otro país. Es una lección que me acompaña y tengo muy presente ahora, en la medida en que –al menos por unas semanas– hago la transición entre unos y otros.
Es un momento muy particular también, porque de alguna forma que escapa a cualquier interpretación fácil, desde mediados de 2021 para acá el país parece haber suspendido una caída libre que se llevó consigo tres cuartas partes de su actividad económica en seis años. No hay estadísticas para sostener una aproximación objetiva y sistemática.
A la ausencia de presupuestos, cifras de gestión pública y Encuestas de Hogares que predomina desde hace varios años, hay que sumarle también la falta de estadísticas de producción y balanza de pagos de la nación (las últimas publicadas por el Banco Central datan de 2018). Sin datos concretos, todo queda reducido a la dimensión de la anécdota y las percepciones cobran una importancia superlativa.
Caracas se me asemeja a uno de esos antiguos relojes a los que no les han dado cuerda durante mucho tiempo. La ciudad sigue ahí. Del cielo traslúcido de diciembre se desprende un aire que parece crujir en la medida en que uno camina. En términos de colores, predomina en rápida sucesión el gris de las fachadas planas y en menor medida el ladrillo, salpicados con el verde que viene de las montañas y asoma por los parques y balcones. La selva de concreto que predomina en el valle nunca tuvo orden ni concierto, sus edificios son en esencia los mismos que han estado allí en los últimos cincuenta años. Desde varias de las atalayas de la ciudad se revelan sus laterales enmohecidos, las paredes carcomidas por los años, la falta de atención y mantenimiento.
En medio de esa belleza decrépita hay algunas cosas que han cambiado significativamente desde la última vez que estuve aquí en 2016. Por aquellos días, las invitaciones a cenar se hacían todas a partir de las cinco o seis de la tarde, para asegurarse de que antes de las ocho cada uno estuviera de vuelta, sano y salvo en casa. Recuerdo que al rebasar alguna vez ese límite atravesé una ciudad completamente desierta a las nueve o diez de la noche.
El primer alerta de que esto ha cambiado vino de mi dentista. “Lo mejor ahora es que mis hijos pueden salir en el carro a rumbear, a fiestas en locales o casas de amigos, y volver a las dos o tres de la mañana, mientras mi esposo y yo dormimos tranquilos”. Hay una diferencia cuántica comprendida en esa breve paráfrasis. No es una anécdota aislada, así también lo sugiere el tráfico de vehículos y la efervescencia de gente en zonas y horas de la ciudad que hace seis años estaban clausuradas efectivamente por el hampa.
La segunda diferencia notable es el abastecimiento de bienes importados. Yo había leído sobre la pax bodegónica –un término que según entiendo fue acuñado por Guillermo Aveledo Coll–, pero una cosa es leer y otra venir aquí y ser testigo. De los enormes bodegones y almacenes repletos, tres cosas llaman la atención: todo es importado, el abastecimiento es caprichoso (no hay variedad de pastas de diente, pero sí hay una gama enorme de jabón líquido y gel de baño), y existe una volatilidad muy significativa en los precios de un mismo producto entre unos y otros.
De esas tres, la continuidad de la primera depende de la capacidad del país para seguir importando. Las dos últimas son características de lugares donde ha ocurrido una liberalización parcial, pero sin las condiciones necesarias para que funcionen los mecanismos del mercado: no hay libre competencia, la información –preferencias, disposiciones a pagar– no fluye libremente entre importadores y consumidores. Las leyes que desmontaron el engranaje del mercado entre 2003 y 2013 no han sido derogadas y muy probablemente nunca lo lleguen a ser mientras el país no cambie de rumbo político. Así, constituyen una guillotina suspendida en el aire que puede caer en cualquier momento sobre el cuello de productores e importadores.
Por último, en las zonas más afluentes de Caracas y de Valencia ha surgido un buen número de centros comerciales con outlets de marcas internacionales de lujo y no pocos restaurantes que se han levantado con inversiones significativas en infraestructura, cuyo resplandor contrasta con el deslustre del resto del conjunto. En estos recintos predominan artículos y precios que no están lejos de las capitales de Europa y que en términos relativos al poder adquisitivo promedio del país adquieren dimensiones estratosféricas. Y es que el promedio –he ahí parte del problema– nunca ha sido un buen estimador estadístico para describir la realidad en Venezuela.
Buscando una mejor medida de la realidad cotidiana, le pedí a Andrés Schloeter que me acompañara a un recorrido por algunos barrios de Petare. Andrés fue mi alumno en la facultad de Economía de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB) y tiene más de quince años haciendo trabajo social en la comunidad. De hecho, fue candidato a la Alcaldía de Sucre en las elecciones regionales de 2021 y salió derrotado, no tanto por José Vicente Rangel Ávalos como por la proverbial incapacidad de la oposición para consolidar candidaturas unitarias.
Nuestro recorrido empezó por al Museo de Arte Popular Bárbaro Rivas. Más allá de los méritos del museo –que exhibía por esos días una muestra de la colección privada del entrañable Toby Bottome– me quedé con la imagen serena y gentil de su directora, Carmen Sofía Leoni, y con la sensación de nostalgia por un país donde las hijas de sus expresidentes pasan sus días curando museos en zonas populares.
¿Cómo hace la gente que vive por aquí? ¿De qué viven? Las conversaciones que tuve la oportunidad de mantener con varios vecinos del lugar y de otras zonas similares en el interior del país dan cuenta de una existencia atribulada, difícil, llena de malabares para levantar los ingresos necesarios para cubrir necesidades básicas.
De unos años para acá, varias familias se han visto forzadas a retirar del colegio a los menores que están en edad de trabajar (según la ley en Venezuela son 14 años, aunque probablemente en la práctica se hayan visto afectados otros de menor edad). Es común que hayan desertado del sistema en algún momento durante la pandemia y no hayan regresado a clases tras ella.
–Es que con dos salarios en la casa no alcanza para comer. Hacen falta tres o cuatro.
¿Y en qué trabajan? Muchos hacen mandados y tareas de albañilería en el vecindario, pero también hay quienes han conseguido contratos temporales en esas construcciones, remodelaciones privadas y restaurantes.
–Mi hijo mayor trabaja en Kentucky Fried Chicken. Le pagan bien, pero sólo tres o cuatro días a la semana.
–¿Y eso?
–Es que él es el pollo…
–¿…?
–Sí, el que se disfraza de pollo para atraer clientes a la tienda.
También están las familias que reciben remesas de sus familiares en el exterior, una práctica que según la encuesta de Condiciones de Vida (ENCOVI) de la UCAB se ha venido reduciendo en tamaño y frecuencia. Además de eso, me llamó la atención que varios de los hogares que visité cuentan con un pequeño corral de gallinas (entre dos y cuatro) cuyos huevos, junto con la arepa y el arroz, constituyen la base de la alimentación diaria. Además, la mayoría recibe con alguna irregularidad –en términos de plazos y contenido– las bolsas del Comité Local de Abastecimiento y Producción (CLAP). Les pregunto por la carne de res, el cerdo, el pollo, el pescado.
–Ah, no. El salao sí ya es distinto, nos da para comprar una o dos veces al mes, no más.
En el interior la situación es más grave. El acceso a electricidad, luz y alimentos es todavía más precario, las inversiones privadas y sus derramas son menores, y el suministro de gasolina es más volátil. De hecho, fuera de Caracas se hacen relativamente más comunes los kilómetros de colas en las estaciones de servicio, que van y vienen de manera esporádica, cada tantos días.
Durante una visita a familiares en Tinaquillo, cuando pregunté a los vecinos acerca de la situación, la mayoría apretaba los labios con un leve movimiento lateral de cabeza.
–Duro, duro. La cosa está muy difícil.
A pesar de las dificultades, la gente considera de manera inequívoca que su situación ha mejorado. ¿Con respecto a cuándo? Algunos se remiten al año pasado, otros a dos años atrás, otros inclusive más. Esto me hizo pensar en qué tan arbitrario es el punto de referencia que cada uno escoge de manera espontánea cuando se le formula la pregunta.
–Ahora nos llega el agua dos y hasta tres veces por semana. El año pasado llegaba apenas una vez, y hemos pasado períodos de varias semanas sin agua también.
Más allá de la base de comparación, esta sensación de mejora se refleja también en los resultados de la ENCOVI 2022, según los cuales la pobreza se ha reducido en los últimos dos años. La pobreza multidimensional (incluye acceso a salud, educación, así como estándares de vida en términos de agua potable, electricidad, vivienda) ha caído de 65% a 51%, mientras que la pobreza de ingresos (si alcanzan o no para adquirir la canasta básica familiar) cayó de 93% a 82%. La inmensa mayoría de esa caída se registró en la versión del estudio 2022.
Sin embargo, hay que conjugar y evaluar esa mejora bajo la perspectiva de que más del 80% de las familias del país siguen siendo pobres y 53% no tienen ingresos suficientes para adquirir la canasta básica alimentaria. Las cifras de ENCOVI también son consistentes con las de un reporte publicado el año pasado por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, según el cual en 2021 Venezuela registró la mayor proporción de personas (23%) en América Latina que no pueden cubrir las necesidades mínimas alimentarias durante al menos un año.
Y es que el país puede haber recuperado algo del terreno perdido, pero los niveles de actividad son ínfimos y la desigualdad es cada vez mayor. Luego del rebote de estos últimos dos años, el nivel de actividad económica se encuentra entre 30% y 35% (entre 65% y 70% por debajo) del promedio de la década previa al colapso (2003-2013). En términos de desigualdad, el contraste entre la Venezuela de los bodegones, bienes importados y restaurantes de lujo y la Venezuela de las zonas populares, la deserción escolar y el salao, se ha hecho cada vez más grande.
De hecho, según las estimaciones de ENCOVI, el coeficiente de desigualdad se ha deteriorado en más de 50% de 2014 para acá, lo que ubicaría a Venezuela entre los países más desiguales del mundo. Esta realidad me trajo a la mente un pasaje memorable de Venezuela, política y petróleo, el magnum opus de Rómulo Betancourt:
«Confirmé, por información obtenida de viva voz de personas de las más variadas profesiones y de los diversos estratos sociales, lo que ya me habían dicho las estadísticas y las estimaciones anuales de la renta nacional. Que la Venezuela urbana, metropolitana, la de Caracas y sus aledaños, en pleno vértigo de un boom urbanístico estaba superpuesta a otra Venezuela, de producción estancada, atraso técnico y pauperismo popular. Y también resultó fácil captar un sentimiento de frustración y descontento muy difundido, producto de la coexistencia sobre una misma tierra, de dos países: el minoritario y de holgado bienestar y el otro infinitamente más numeroso y marginado a las ventajas de la vida civilizada».
A propósito de los políticos y la política, aquí se hace palpable una desesperanza endémica. Esta característica resalta por la ausencia total de referencias en estas conversaciones: Nadie habla ya de la posibilidad de cambiar, de la transición. Ninguna mención a los políticos más visibles de lado y lado. La discusión se centra en la supervivencia cotidiana. Si uno busca forzar la conversación preguntando de forma directa, la respuesta suele ser un encogimiento de hombros con una sonrisa a medias. Las frases arrancan, pero se apagan a medio camino, como si no mereciera la pena el esfuerzo.
–No, vale…
–Es que esta gente… bueno…
Por esos días, una fracción de la oposición se encontraba en una de esas peleas internas que tienen una capacidad más grande para desmoralizar a quienes no se identifican con el gobierno que el propio chavismo. Suelto la pregunta por ahí, pero no prende candela. El tema no engancha, la discusión vuelve rápidamente a los artilugios para sortear los obstáculos diarios.
Eso no quiere decir que la gente se ha entregado. Desde hace varios meses viene ocurriendo una sucesión de protestas protagonizadas por gremios en distintas regiones (los maestros, los trabajadores del sector salud), o están asociadas a problemas específicos (la provisión de agua, el transporte público). Estas manifestaciones están completamente huérfanas desde el punto de vista político. El gobierno no encuentra cómo hacerles frente más allá de la acción violenta de sus colectivos y las amenazas de despido, y la oposición ya sin ninguna credibilidad busca inútilmente conectarse con el descontento a través de las redes sociales.
Una vez que se ha estado en uno y otro lado, todo el equilibrio se percibe como mucho más frágil. ¿Es sostenible la percepción de mayor seguridad? Durante nuestro recorrido por Petare quise acercarme a saludar al Varón, un personaje muy particular que conocí en mi última visita al barrio en 2016. Era un criminal reconvertido, que se había ubicado en un terreno adyacente al río, en la zona que llaman el Cañón del Guaire. No lejos de allí está el puente que conecta con las ruinas de la Estación El Encantado, primera central hidroeléctrica de Caracas, fundada por Ricardo Zuloaga a finales del siglo XIX.
En un acceso lateral a la parcela, por una módica suma, descargaban camiones de escombros directamente al río. Recuerdo haber estado allí una tarde de lluvia, escuchando la historia de su vida mientras veía caer por el terraplén sofás, ladrillos, mesas de noche, bolsas de basura, lavamanos y pocetas. Con los proventos de aquel emprendimiento, el Varón había montado una pequeña iglesia evangélica donde predicaba los domingos, y con alguna frecuencia cobijaba a excompañeros de profesión e indigentes.
–No. Al Varón lo mataron las FAES hace unos dos años. Estaban persiguiendo a dos tipos que se fueron a proteger allí, y bueno, sí, los mataron a todos.
Durante el breve recorrido por el barrio, son ubicuas las referencias a muertes por balaceras y enfrentamientos en los últimos años. De acuerdo con un reporte de la organización Lupa por la Vida, entre 2021 y el primer semestre de 2022 se registraron 1.898 ejecuciones extrajudiciales en Venezuela. Esta práctica guarda cierto espejo con las licencias concedidas a los cuerpos oficiales de Filipinas en tiempos del presidente Rodrigo Duterte (2016-2022), y junto con la emigración (derivada de la crisis y de esta guerra sin cuartel ni ley) constituyen las hipótesis más plausibles tras la reducción del crimen y el aumento en la percepción de seguridad. En cualquier caso, sin estadísticas oficiales, el establecimiento del hecho y sus causas siguen siendo esquivos, y más esquivo aún precisar qué tan sostenibles son estas tendencias.
Algo similar ocurre con la economía. Ese pequeño y desigual brote de prosperidad ya descrito depende de que el país sea capaz de generar los dólares necesarios para mantener las importaciones. ¿De dónde han salido esos dólares? Sin estadísticas de balanza de pagos es muy difícil saber, pero pensemos en las diferentes posibilidades en orden inverso a su importancia.
Una fuente de divisas son las remesas que, de acuerdo con los estimados, representan entre 20% y 30% de las importaciones privadas de bienes y servicios. Es una cifra importante –dentro de las reducidas dimensiones de la economía– pero no es suficiente por sí misma para mantener la recuperación. Además, en la medida en que la economía mundial entre en recesión, la tendencia a reducirse en cantidad y frecuencia que describe ENCOVI se acentuará.
Luego están las repatriaciones de capital. Históricamente Venezuela ha sido un exportador neto de capital. Carmen Reinhart y yo estimamos la fuga de capitales de Venezuela sólo entre 2003 y 2013 en 210.000 millones de dólares. Suficiente para financiar veinte años de importaciones de comida, medidas en su año pico. Según la versión popular, en los últimos años ha habido una suerte de reversión (mínima, en relación con la magnitud total de la fuga) que habría venido a reactivar la economía del país.
De ser así, lo más probable es que el movimiento haya sido una reacción o precaución a la ola de sanciones individuales impuestas sobre los capitales que se fugaron de Venezuela en plena bonanza petrolera y bajo control de cambio. No lo vamos a saber con propiedad hasta que el Banco Central no autorice la publicación de las estadísticas de balanza de pagos, pero en cualquier caso parece ser un fenómeno concentrado alrededor de 2020 y 2021 (consistente con la hipótesis de que fueron incentivados por las sanciones) que habría disminuido significativamente para 2022.
Por último, la fuente principal de la recuperación registrada en los últimos dos años y muy particularmente en 2022 deberían ser las exportaciones petroleras. De acuerdo con los reportes de fuentes secundarias de la OPEP la producción de Venezuela en 2022 (683 mil barriles diarios) está 33% por arriba del nivel de hace dos años (512 mil), con niveles de precios que crecieron en la vecindad de 70% en 2021 y otro 40% en 2022.
Es difícil estimar el total de exportaciones porque no existen datos sobre los descuentos que se aplican sobre la comercialización del crudo venezolano en presencia de sanciones. No obstante, bajo el supuesto razonable de que esos descuentos se hayan mantenido estables en los últimos años, el aumento de volúmenes y precios es considerable.
Las negociaciones políticas en México podrían resultar en la relajación de sanciones con un efecto positivo sobre las exportaciones y mayor disponibilidad de divisas, una posibilidad que en caso de materializarse tomará algún tiempo en generar su impacto y que en mi opinión tiene un techo relativamente bajo.
Si bien hay cambios muy perceptibles, en el fondo son muchas más las cosas que no han cambiado. Las cuentas fiscales del país siguen siendo muy frágiles, lo que lo mantiene en una tensión constante entre salarios miserables (en dólares) de los empleados del sector público y el riesgo de hiperinflación.
Luego de algunas semanas aquí se hace muy evidente que la mayoría de las transacciones del sector no-transable no pagan impuestos. Las transacciones se hacen en efectivo o en Zelle, y aún en los casos en que se producen pagos con tarjetas extranjeras (una modalidad cómoda que depende de la brecha entre el dólar oficial y el paralelo), las más de las veces no hay facturas de por medio. Dentro de ese esquema, la carga tributaria recae de forma desproporcionada entre los contribuyentes especiales, en su mayoría productores nacionales que además de llevar encima todo el peso de dicha carga impositiva se ven obligados a competir con productos que entran al país sin pagar arancel.
A falta de ingresos petroleros que permitan sostener el poder adquisitivo del salario público, el sistema ha creado varios mecanismos a través de los cuales sus funcionarios pueden capturar una fracción de la renta privada.
Dentro del sector público hay ciertas ramas donde los trabajadores vienen dependiendo cada vez más de los ingresos que se generan en paralelo al ejercicio de sus funciones.
–En el trabajo, así, así, con el sueldo como tal, no se hace mucho. Pero nosotros nos redondeamos con las boletas de citación, porque bueno… siempre hay una parte más interesada en que el proceso camine más rápido… (Alguacil)
–Ahí hacemos un pote con lo que se cobra a los agentes de aduana por pasarle las cosas que llegan, y bueno… luego ese pote se reparte… (Aduana)
En el fondo, esto fue siempre así. La diferencia está en que la corrupción se ha institucionalizado de manera abierta, de forma tal que el reconocimiento de estos “mecanismos paralelos” en las conversaciones casuales aquí y allá, ya no se susurra, no lleva ningún estigma ni viene acompañado de la clásica sonrisa socarrona venezolana. Todo lo contrario; ocurre, se percibe y se comunica como una respuesta legítima ante la pérdida de poder adquisitivo.
Otro mecanismo ingenioso para crear y repartir rentas en medio de la austeridad fiscal es la reconversión de los espacios militares. Tómese por ejemplo el Círculo Militar de Valencia. Allí funcionaba una proveeduría militar a la que de pequeño solía ir con mi mamá y a la que accedíamos con un carné prestado (“nadie se va a poner a preguntar si esa soy yo”). Según era capaz de inferir, allí se podían adquirir bienes a precios subsidiados. Quienquiera que haya tenido la oportunidad de visitar aquella proveeduría, tendría muchas dificultades para reconocer sus espacios hoy en día. Tras la alcabala de entrada –que advierte que se está accediendo a espacios militares– ahora se levanta un enorme y reluciente edificio a la derecha, donde alguna vez estuvo la antigua proveeduría militar, el Bodegón Baraki. A la izquierda de la entrada se encuentra el Quinoa Gastrobar (nótese la inversión de los términos para darle más caché), un espacio bucólico con una decoración que parece salir de uno de esos cuadros de arte ingenuo, apenas una barra y varias mesas donde se sirven tequeños, hamburguesas, y se anuncian algunos otros platos de cocina fusión que no alcancé a avistar. En el fondo del conjunto, para complementar la oferta, las barracas de los cadetes de otrora han sido convertidas en un discreto motel de amores por horas.
Existen diferencias significativas en la capacidad y la posibilidad para crear ingresos paralelos en diferentes entidades, lo que a su vez crea diferencias muy significativas –la desigualdad parece ser fractal– dentro de los empleados del sector público. La peor parte la llevan siempre los maestros y los empleados del sector salud, cuyos sueldos mensuales en dólares no alcanzan para comprar un kilo de queso en cualquiera de estos grandes bodegones.
Esas enormes diferencias alimentan las protestas que proliferan hoy en día en todas partes del país. El problema está en que, con la productividad de la economía por el suelo, cualquier esfuerzo por aumentar sueldos y salarios termina produciendo un aumento en los precios que reversa sus impactos en muy poco tiempo. De hecho, ya hacía finales de año había síntomas muy claros de una nueva aceleración de la inflación. Los artículos en las tiendas de los centros comerciales no tienen etiquetas de precios. El menú con los precios (en dólares) en los restaurantes más lujosos se imprime y distribuye en una precaria hojita cada día. A la fecha en que escribo, el Banco Central no ha publicado los indicadores de inflación correspondientes a noviembre y diciembre.
De acuerdo con los estimados de los analistas locales, la inflación puede haber cerrado el año por encima de 300%. Las protestas a nivel nacional y la proximidad de eventos electorales (independientemente de lo competitivos que resulten) va a poner una presión adicional sobre el gasto que tiene el potencial de empujar a la economía nuevamente a la hiperinflación. A su vez, dentro del gobierno existen presiones muy fuertes para reaccionar a la aceleración de precios con una nueva ola de imposición de controles, lo que a su vez introduce un elemento adicional de incertidumbre e inestabilidad en el equilibrio diario.
Ese es el país que encontré seis años después. La realidad es compleja y escapa a cualquier interpretación fácil, sobre todo en ausencia de estadísticas. Parafraseando al personaje de Tancredi Falconeri en El Gatopardo de Lampedusa, han ocurrido algunos cambios que eran necesarios para que todo siga igual. Y es que el gobierno no ha cambiado de convicciones, sólo han cambiado sus necesidades y restricciones.
Lo que sí parece ir cambiando paulatinamente son los fundamentos del acuerdo social. Siempre he creído que para darle paso a una Venezuela más prospera será necesario modificar el contrato social, que regula qué hace el gobierno por el ciudadano, y qué deben hacer los ciudadanos por el gobierno y por sí mismos. En otra época, esto pasaba porque nuestros políticos asumieran que lo que nos habían prometido era un imposible (casa gratis, gasolina barata, comida subsidiada, trabajo garantizado, jornadas laborales más cortas, dólares baratos para viajar). A falta de liderazgo, la realidad ha terminado por imponerse y dar al traste con el engaño. El ciudadano, abandonado a su suerte en la peor de las crisis, empieza a entender que su subsistencia depende única y exclusivamente de sí mismo.
Encontré las playas de Puerto Cabello –Quizandal, Isla Larga, La Rosa y Patanemo– más limpias que cuando yo vivía cerca de aquí y venía todos los fines de semana. ¿Quiénes las organizaron? Las comunidades de cada zona. Ahora cobran entrada (entre dos y tres dólares) y se han organizado para mantener la playa y mejorar la calidad del servicio. Siguiendo una recomendación de algunos amigos, contraté a una compañía que formaron hace varios años unos muchachos de San Carlos (Senderos Cojedes) para visitar uno de esos lugares paradisíacos de nuestro país: Pozo Azul. ¿Qué hacía toda esta gente antes? La mayoría eran trabajadores de alcaldías, gobernaciones, escuelas, hospitales o consejos municipales, a quienes hace años que el sueldo no les alcanzaba para nada. Es un movimiento muy incipiente que me sirve para ilustrar el cambio de mentalidad que percibí en algunos rincones del país. En términos de impacto turístico, más allá de abrirles oportunidades para sobrevivir y mejorar la experiencia de los visitantes locales, es difícil generar tracción en el sector sin la acción coordinada del Estado.
Mi última noche en Caracas decidí acercarme por Greenwich, uno de los lugares que más frecuentaba cuando vivía en Venezuela, bajando por la avenida San Juan Bosco de Altamira, en la esquina previa a la salida a la Autopista del Este. Ahí solía ir al terminar el turno de clases de la noche en el IESA. En Greenwich, la concurrencia era de naturaleza heterogénea. El local nunca siguió ese proceso de autoselección que predominaba en el resto de Caracas, y resultaba en eso que en Perú se conoce como una reunión GCU (de gente como uno).
Ahí conocí a Richard Zambrano y a los hermanos Ever y Ricardo, quienes llegaron de los Andes a comienzos de los noventa y empezaron como bartenders y luego se convertirían en dueños del local o se abrirían paso para fundar otros grandes locales en Caracas: Belle Epoque, Al Trote, Discovery Bar, La Mosca. Greenwich sigue ahí, con el mismo género ecléctico y la concurrencia variopinta de siempre, el rock latino y las cervezas frías baratas.
Y ahí es donde a uno le ocurre eso que el poeta Oliverio Girondo describía como los nervios que se adhieren al barro y a las paredes. Por un brevísimo instante se suspende el juicio y se instala la ilusión de que el tiempo no ha pasado, de que el país sigue siendo el mismo, y nada se ha perdido aún, no estamos llenos de ausencias. De esa suerte de estado opiáceo que suele ser uno de los efectos secundarios de volver a poner pie en tu país luego de algún tiempo me vino a sacar Luis Ugalde, una de las referencias morales del país y la última persona con quien tuve la oportunidad de conversar antes de salir de Caracas.
–Ese país ya murió, lo que pasa es que muchos no lo hemos enterrado.
***
[1] La versión más refinada de este argumento fue hecha por Leonardo Vera, el 8 de marzo de 2017 en Prodavinci, donde advertía que nuestros supuestos usaban tasas de crecimiento muy bajas derivadas de la experiencia internacional, no de los países que habían sufrido colapsos. La actualización del trabajo que publicamos en 2018 incluía escenarios con base en las tasas de crecimiento observadas entre países que habían sufrido colapsos, que resultaba en tasas de crecimiento más altas pero en horizontes de recuperación todavía más largos (porque las caídas de ese subgrupo de países que habían sufrido colapsos eran mucho más pronunciadas).
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