Tras ser aplaudido en festivales, llega a las salas mexicanas un documental que bucea en la historia íntima de la artista más allá del mito
DAVID MARCIAL PÉREZ
México 4 AGO 2018 - 16:56 CEST
Terror de las cantinas mexicanas, cómplice tequilera de José Alfredo durante parrandas interminables, la leyenda cuenta que Chavela Vargas abandonó el alcohol en los ochenta después de un trance catártico con unos chamanes. En realidad, fue el ultimátum de su pareja cuando la descubrió, ebria como siempre durante aquella época, enseñando a su hijo de ocho años como se mataban arañas a balazos de revolver.
“O dejas de beber o no nos vuelves a ver”, fueron las palabras de Alicia Elena Pérez Duarte, representante y pareja durante los años más oscuros de la volcánica artista costarricense, hija adoptiva de México y colosal heredera de su tradición ranchera. Desnudando el aura del mito, su dobleces, alegrías y amarguras, el documental Chavela se presenta este fin de semana en las salas mexicanas después de ser aplaudido en su periplo por festivales. También está disponible en el portal online Filmin.
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Las directoras, Catherine Gund y Daresha Kyi, arrancan en mitad de la partida. Con una entrevista en 1991, cuando la cantante acababa de regresar a los escenarios después de 12 años de vacío. “La gente creía que estaba muerta”, cuenta una de las promotoras de aquel primer nuevo concierto, que estuvo a punto de caerse antes de empezar. Las promotoras amenazaron con cancelar si Chavela osaba volver a beber un trago.
“El alcohol es la enfermedad de la soledad, del abandono, de estar rodeado de mucha gente pero al final, nada”, reconocía ella misma ante la cámara. Soledad es una de las palabras que más repiten en la cinta. Desde la semblanza de “aquella niña triste, un poco sola, que no tenía el verdadero amor de sus padres”, quienes la consideraban rara, una niña-niño con manos grandes y cuerpo enjuto, que la escondían “para que no la vieran las visitas” y que hasta el cura de San José le prohibía la entrada en la iglesia.
De aquella claustrofóbica Costa Rica salió huyendo a finales de los treinta. Con 17 años llegó al México del cine de oro, con sus férreos prototipos de machos bigotones y almibaradas dulcineas. “México me enseñó a ser lo que soy, pero no con besos sino a patadas y a balazos. Me agarró y me dijo te voy a hacer una mujer en tierra de hombres y te voy a ensañar a cantar”. O en palabras de otra de las voces del documental: “en un mundo muy macho, muy misógino, donde una lesbiana no tenía lugar, Chavela tuvo que ser la más fuerte, la más macha, la más borracha”.
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Se construyó a sí misma como un personaje a la contra de los roles de aquel mundo, como una especie de heroína anti-femenina: parca, altiva, amante imbatible con pantalones y poncho. De Frida Kahlo a Ava Gardner, de jovencitas estadounidenses en la playa de Acapulco a las esposas de los ministros que iban a verla en sus conciertos, ella misma fue cimentando su leyenda depredadora.
Su carrera mientras tanto, pese al apoyo de José Alfredo Jiménez, tótem de la canción mexicana, no lograba dar el gran salto. “Le daban lugares chiquitos, bohemios, nunca los grandes escenarios”, recuerda el hijo de Jiménez. Poco a poco se fue apartado de los focos. Recluida con su perro en su casa de Tepoztlan, una zona boscosa a las afueras de la capital mexicana, pasaba el día bebiendo con quien se encontrase en su camino, viviendo casi de la caridad de los amigos.
Hasta que la sobriedad le devolvió a los escenarios, y en uno de aquellos conciertos el encuentro con un productor español le abrió definitivamente las puertas del reconocimiento, la fama y el éxito internacional. Pedro Almodóvar, amigo, padrino, “mi marido en esta tierra”, la propulsa colocando sus canciones en sus películas. París también se rinde a sus quejidos tras el famoso concierto en el Olimpia. Vuelve a casa y llena el Auditorio Nacional, el Palacio de Bellas Artes, los grandes recintos de la alta cultura mexicana. “Es un orgullo cumplir este sueño cuando ya casi estoy acabando”, cuenta a cámara. En 2012, con 92 años, decide volver a Madrid. Es verano y en aquel último concierto se niega a sentarse durante las más de dos horas de recital.
Sus amigos aseguran que su intención era morir, literalmente, encima del escenario. No lo logró porque el achaque vino después de cantar. La internaron. “No me voy a morir en España. Daos prisa porque ésta ha estado rondando por aquí y ya me quiere llevar”, recuerdan sus allegados que dijo aquel día. Apenas un mes después, ya en México, se apagaba el volcán.
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