viernes, 19 de abril de 2024

El encanto del cacao

 


POR Raúl De Armas

Sobre siglos de hojarasca acumulada, cinco personas caminan para cosechar el así llamado mejor cacao del mundo. Están en Chuao, estado Aragua, al norte de Venezuela: una provincia con más de 400 años de historia. Para llegar aquí hay que tomar un peñero o un helicóptero: no llegan vehículos. La sombra de casi 180.000 árboles de cacao repele el calor. Se escuchan mosquitos, pájaros, y la charla familiar de mujeres que se conocen de toda la vida. Una de ellas, Irene Liendo,  de 57 años, es la jefa del grupo. Es la presidenta de la Empresa Campesina de Chuao, la encargada de explotar estas tierras. Con una mano, carga un cuchillo añejo; con la otra, un tobo viejo.

–Ése, ve –señala una de las mujeres. 

El grupo se acerca a un árbol con docenas de mazorcas de cacao. Un gancho tumba una mazorca amarilla, corrugada, con puntos rojos. Una de las mujeres la atrapa en el aire. Allí mismo, con la mazorca sobre su mano, la mujer realiza un corte preciso, triangular. La coraza cede y se abre un cuajo. Lanzan la mazorca entre la hojarasca y echan la pulpa blanca, dulce, en el tobo de Irene. Hacen lo mismo con el árbol siguiente y el siguiente, hasta llenar cuatro tobos.  

Irene Liendo en las afueras de su primera casa. Foto de Raúl de Armas

Cerca de las 11 a.m., caminarán de regreso al pueblo. Colocarán la pulpa en un cilindro grande, casi oxidado, que taparán con hojas de plátano durante siete días. El cilindro se calentará a 32-35 grados. El calor propiciará que hongos unicelulares (levaduras) consuman la pulpa, emitan alcohol y dióxido de carbono (Co2). Estas sustancias caerán sobre las semillas y las transformarán físico-químicamente. Desde el día siete al día doce, sacarán las semillas al sol. Las extenderán en un amplio patio al pie de una iglesia recién pintada, de 239 años de antigüedad. Y los granos, a veces en círculos, a veces en cuadrículas, llegarán a un bajo nivel de humedad, alrededor de 6-7%. El resultado: granos de primera, seleccionados manualmente, mezcla de cacao criollo y forastero, con aroma a madera y sabor a frutos secos. Al menos ese es el dictamen oficial: lo que todos repiten.

Los medios de comunicación también repiten otras cosas. Entre ellas, que el suministro mundial de cacao está en crisis. Los principales productores –Costa de Marfil, Ghana, Ecuador– enfrentan retos climáticos, políticos y socioeconómicos que afectan la producción. Los distribuidores tienen menos reservas. La demanda aumenta. Esta dinámica genera un déficit de oferta, lo cual produce un aumento de precio. En los primeros meses de 2024, el precio aumentó más del 200%. Está más caro que nunca; 10.5 dólares por kilo

–¿Sabías que el precio del cacao está en un máximo histórico? –pregunto a Irene, la presidenta.

Ella –mechas rojas, robusta– piensa la pregunta. Extrañada, responde que no.  

*

Fotografía de Leo Álvarez

En La Historia Fabulada (1981), Francisco Herrera Luque recrea la llegada del cacao a Europa. El rey Luis XIV, a poco tiempo de conocer a María Teresa I de Austria, preguntó por un “raro brebaje negro” que ella tomaba durante una tarde ociosa. Al probarlo, en uno de los aposentos reales, el rey exclamaría: “¡Maravilloso!”. Y el gusto sería tan intenso que “cuando no desayunaba con cacao de Chuao, el rey montaba en divina cólera”, cuenta Herrera Luque.

La anécdota es una recreación ficcional, pero sirve para hacernos una idea de la fama histórica de Chuao. En 2002, entró en la Lista Indicativa de la UNESCO para Patrimonio de la Humanidad

–¿Es verdad que allí se cosecha el mejor cacao del mundo? –le pregunto a un productor y especialista venezolano, que prefirió el anonimato.

–Eso es muy subjetivo, es como si yo te dijera: ¿cuál es el mejor futbolista del mundo? Uno puede decir Pelé, otro Maradona.

–No hay criterios objetivos.

–Y menos cuando son vainas de sabor. En el caso del fútbol me puedes decir que veamos los números, vamos a ver quién metió más goles. En cambio, aquí es posible que a ti no te gusten los sabores amargos, y a mí sí. Ahora, ¿cuál es el cacao más famoso del mundo conocido como el mejor del mundo? Ahí sí: el de Chuao. Y es una fama sustentada en la realidad.

Pero:

–Los procesos de poscosecha de ellos cada vez son peores. No han mejorado con el tiempo, han empeorado. Tú vas a la plaza de Chuao, que es donde secan el cacao, y en la noche ves perros orinando, borrachos. Ves mujeres durmiendo sobre los sacos de cacao. Hay una cuestión de insalubridad. Para tú decir “tengo el mejor cacao del mundo” ¿cómo vas a permitir que pase eso? Mientras tú duermes sobre el saco de cacao, hay gente en Madagascar o en Ecuador haciendo las cosas bien. Eso sin hablar de que Chuao cada vez produce menos. Yo no le auguro un buen futuro.

*

Fotografía de Leo Álvarez

Irene dice pocas palabras. Pero las que dice, valen. Por ejemplo:

–¿Por qué yo?

–Porque eres la presidenta de la Empresa Campesina de Chuao.

En las afueras de su casa, en la parte alta del pueblo, ríe con pena al reconocer la situación. Nunca la han entrevistado. Al frente hay un gallinero con 20 gallinas, un árbol de 40 o 50 metros, un río generoso. Irene trabaja en la empresa desde los 17, y es accionista desde los 19, después de quedar embarazada de su segundo hijo. Su casa, que es su segunda casa, es un regalo del Estado venezolano. 

–Chuao ha sido una vitrina del chavismo, hijo. No da votos, pero da imagen –explica Morelia Luzón, dueña de la posada principal del pueblo.

Irene tardó más de 10 años en construir su primera casa. La madera que sostiene las paredes fue talada por ella y por su pareja. El techo de zinc fue un regalo del gobierno de Carlos Andrés Pérez. La tierra para el bahareque de las paredes la excavó y la mezcló ella misma. El exterior de la casa es amarillo; el interior es azul. Un día se derrumbó.

La reconstruyó con su familia y vecinos. Hoy está habitada por su hijo, su nieta, su nuera. La casa, esa casa, con vista a la única vía de Chuao, rodeada de monte, sencilla, es una de sus tres pasiones. Las otras dos son la familia y el cacao. Tres vértices.

–Uno se enamora del cacao, de la hacienda. Yo me enamoré de ese trabajo. Mi familia también me hace feliz, mis hijos nunca le han pesado a uno, pues. Tengo trece nietos y dos bisnietos.

Mientras hablamos, la tarde cae detrás de las montañas del Parque Nacional Henri Pittier. A la conversación la acompañan cientos de pájaros. Cada diez minutos alguien nos saluda: un compadre, una comadre, un nieto, un sobrino. No hay persona en el pueblo que no conozca a Irene. Su palabra es comedida, pero hay temas que la sacuden. 

Fotografía de Leo Álvarez

–¿Has estado enamorada, además del cacao?

–No te sé decir.

Un loro, después de la respuesta, se ríe. Nosotros también. Un niño pasa e Irene comenta que es uno de sus bisnietos. Después, habla de la mala memoria de su abuela, de 98 años. Me doy cuenta de que la familia de Irene tiene seis generaciones vivas. Seis. Y no son el único caso de la comunidad.

–Yo tengo 60 sobrinos y 6 hijos –comenta Angel Núñez, de 61 años–. Esto es plomo y pal corral.

En la noche, a 30 metros de la casa de Irene, hay juego de bolas criollas. Hay cerca de 200 personas reunidas. Solo juegan mujeres. Al fondo, cuatro cornetas grandes y dos faros de discoteca anuncian la rumba. Los jóvenes y los no tan jóvenes bailan, se frotan. Las motos pasan por la carreterita de tierra. Cerca, los niños juegan béisbol a la orilla del río. El goce es general. Dice la canción: “Tiene la vecina… un conejo grande. Tiene la vecina… un conejo grande. Y va a gozar… cuando se lo agarre”.

Irene es la mayor del equipo verde. Cuando aplaude, lo hace con fuerza. Es su turno. O bocha o pierde la ronda. Bochar es sacar una bola del equipo contrario. Se prepara. Toma una bola del cajón de cervezas. Escucha las instrucciones, se sube el pantalón. Mece el brazo, abre las piernas, lanza. Falla. Segundo intento. Tira una bola alta, osada, con impulso. La incertidumbre dura un segundo. El tiro es fatal: bocha la de su propio equipo. Pierden automáticamente. 

*

La sede de la empresa es un casón colonial frente a la plaza del pueblo. De las ventanas sale el aroma amargo, ácido, del cacao. Algo de orina, también, se percibe en el aire. En una esquina de la sede está la cocina-comedor: un cuartico azul con fogón, ventanas rotas, sillas rotas. Allí, sobre un budare a la altura de las rodillas, Irene prepara el desayuno.

–En la empresa solo entran los hijos de Chuao.

A principios del siglo XVII, esta era una de las haciendas más prósperas del continente. En 1652, según el historiador Juan Ganteaume, Chuao exportó alrededor de 35 toneladas de cacao. Casi el doble de lo que produce hoy. Trabajaban, entonces, cerca de 170 personas: 106 eran esclavos.

Ahora se acercan 200 campesinos a la sede de la empresa. Muchos llevan el apellido de aquellos esclavos. Llegan dispersos, entre las 8 a.m. y las 12 p.m. Una mujer, detrás de un escritorio en la entrada, los espera. Voces, risas, un castellano acelerado, suenan desde los pasillos de la sede. Un techno se esparce por el valle  desde la licorería de la plaza. La gente recibe su bono alimentario, como una eucaristía, y se van. Cuatro kilos de harina pan, cuatro kilos de pasta, cuatro kilos de arroz, medio kilo de café, un litro de leche, tres kilos de azúcar, 250 gramos de mantequilla, un litro de aceite, un churro de mortadela. Todos, aunque escuchen que la empresa está en crisis, salen contentos bajo un cielo arrolladoramente azul.

La ayuda social, la noción de comuna, está en el origen de Chuao. Antes de pertenecer al Instituto Nacional de Tierras (INTI), la hacienda perteneció a una caraqueña llamada Catalina Mejía de Ávila, propietaria, a su vez, de la Hacienda Izcaragua –hoy un club privado al este de Caracas–. Catalina, nacida en 1613, se casó tres veces. La última con un don Juan 15 años menor que ella, según Ganteaume. Al final de su vida, sin hijos, dejó fuera del testamento a su marido, y creó la Obra Pía de Chuao. Esta consistió en destinar los ingresos de la hacienda a fines humanitarios. Entre ellos, “sostener tres camas” de un hospital en Caracas y “vestir a doce mujeres cada año, con sayo y manto, para que vayan a misa” –acorde al documento sobre la Obra Pía (1968), publicada por la Universidad Central de Venezuela.  

–¿La empresa está en déficit? –le pregunto a Irene.

–¿Cómo así?

–¿Gasta más de lo que le ingresa?

–Ah, eso sí es verdad.

Irene dice pocas palabras, pero las que dice, valen.

*

Hay temas que la sacuden: un accidente en el 2003, camino al trabajo, por ejemplo.

–Ni quisiera recordarlo.

Su voz se quiebra; se tapa la cara. No hay esquina de Chuao donde no se escuchen los pájaros. Es rara la hora donde no haya niños jugando en el río. Desde el porche de su casa, cuenta Irene:

–Íbamos a la cosecha. Venía un carro subiendo con unas cabillas y nosotros íbamos bajando en otro camión. El camión con las cabillas venía rápido, pues. Tuvimos el accidente. A una compañera se le metieron cinco cabillas, le voló el brazo en seco, y le quedó así, el brazo colgando. Otra perdió los ojos. A otra se le metieron en un costado.

–¿A ti no te pasó nada?

–No, yo iba con el chofer adentro. 

En Chuao no han faltado tragedias. Después de la época de oro cacaotera –1540 a 1630–, un hongo parásito del género ustilago –conocido como alhorra– devastó los árboles de la región. El cabildo de Caracas, en 1650, registra:

“ (…) por la plaga de aljorra que ha sido Dios Nuestro Señor servido de enviar sobre las arboledas de cacao de esta jurisdicción, que ha que la padecen más tiempo de diecinueve años, y de que ha resultado el quedar muchos vecinos pobres y arruinados (…)”

En parte, la alhorra fue invencible. “Donde esta alhorra da, no hay remedio alguno humano”, escribió el Fray Luis Quirós en 1612. Para reactivar la producción tuvieron que plantar una nueva especie de cacao, traída de Trujillo. Pero Chuao no se libró de otros contratiempos. En el mismo período hubo ataques de piratas, un terremoto, y una invasión de “vagabundos, forajidos, prófugos y delincuentes”, que vivían “con escándalos, licenciosos concubinatos y embriagueces, de que resultaban juegos, quimeras y otros crímenes”. El azote terminó en 1751, cuando –después de una autorización del Rey– “se quemaron cuarenta y cinco bohíos, y se expulsaron más de 250 personas extrañas a la doctrina, incluyendo mujeres y niños”, según recoge Juan Ganteaume del Archivo Arquidiocesano de Caracas y del Archivo General de Indias.

En 1827, Chuao termina su período colonial por decreto de Simón Bolívar. La declara propiedad de la Universidad Central de Venezuela, con el fin de convertirla en fuente de ingresos. De acuerdo al Diccionario de Historia de Venezuela de la Fundación Polar, la universidad no pudo administrarla. Entonces, fue alquilada a José Antonio Páez y a Antonio Guzmán Blanco. En 1886, la compra Joaquín Crespo, cuyos descendientes se la venden a Juan Vicente Goméz. Después de la muerte del dictador, Chuao volvió a ser del Estado. 

*

Fotografía de Leo Álvarez

Un autobús abandonado en medio de la hacienda, como un cascarón vacío, dice algo. Fue un regalo del Estado años atrás.

–Sin pesca este pueblo está muerto –comenta un transportista apodado Pajorote–. En la empresa no dejan entrar a nadie.

En Chuao hay 3800 personas. No hay carros, salvo tres o cuatro camiones. No hay mercado, ni farmacia, ni cine, ni estación de servicio. Hasta 2022 no hubo señal de teléfono. Ahora Irene me manda una nota de voz desde su casa. Una chica hurga en Facebook entre las plantas de cacao. El río, limpio, constante, a diez pasos. Este cacao, ¿sabrá la chica?, ¿sabrá Irene?, podría estar en el foco de la demanda europea, asiática. 

–Por 15 años el cacao venezolano seguía en el olvido –explica Douglas Dager, productor venezolano–.  El mercado estaba dominado por las grandes chocolateras, que no necesitan un cacao de primera, pero con la cuestión de la salud, de consumir menos azúcar, y con los últimos estudios que determinan que el cacao es un alimento salutífero, hace que los mercados se vuelquen a los F1 y especialmente al cacao venezolano. ¿Por qué? Porque Venezuela, alrededor de 1800, fue el primer productor de cacao del mundo. El cacao criollo estaba reservado a la nobleza española.

A las 10 de la mañana llegan 20 o 30 turistas a la plaza. Irene los ve como ve un árbol de 40 o 50 metros: acostumbrada. Los turistas entran a la iglesia, se toman selfies, hacen preguntas, compran tabletas de cacao a tres dólares. Después regresan por la playa perfecta. Tal vez vean delfines, tortugas, ballenas, en el mar. Irene vuelve a su casa para almorzar por la misma vía que ha caminado toda su vida. La saludan comadres, sobrinos, nietos. Tomará café frente al río, sobre sillas de plástico, en medio de la exuberancia tropical, a las 3 p.m. A las 4 bajará a la sede de la empresa a reunirse con la junta. No sabe, aún, nada sobre la crisis mundial de cacao. Espera enterarse del precio del mercado en algún momento. 

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