miércoles, 23 de diciembre de 2020

William Golding: El señor de las moscas

 


Llega la salvación cuando ya todo parece perdido que es, precisamente, cuando más falta hace.

Una de las obras más célebres de William Golding (1911-1993) es, sin duda, El señor de las moscas (Lord of the Flies, 1954). Ha conocido dos versiones cinematográficas: una de Peter Brook (1963) y otra dirigida por Harry Hook (1990), lo cual es muestra tanto de la fecundidad e interés del asunto que aborda cuanto de lo acertado de la forma en que se narra la historia.

Cuando la Academia sueca le concedió el premio Nobel (1983), el jurado comparó a Golding con Herman Melville ya que ambos “iluminan la condición humana en el mundo actual”. En ese sentido, se ha dicho que la novela plantea una concepción de la naturaleza humana contrapuesta a la bondad natural del buen salvaje que sostiene El Emilio, de Rousseau.

La historia es conocida: un accidente aéreo arroja a una isla desierta a un grupo de jóvenes sin ninguna compañía adulta. La ausencia del adulto significa, por eso mismo, ausencia de normas y autoridad. La constatación de esa situación exige una respuesta. Así reaccionan tres personajes centrales: a Ralph «le dominó el gozo que siempre produce una ambición realizada»; a Piggy (cerdito) le invade la desazón porque no hay nadie que pueda cuidarlos y, finalmente, Jack concluye que «entonces tendremos que cuidarnos nosotros mismos».

La evolución de los personajes es muy interesante. Ralph pasa de ser un tipo superficial que disfruta incluso burlándose del gordito miope a tomar conciencia de las necesidades de los demás, de su propia limitación y por eso acaba convertido «en un especialista del pensamiento y era capaz de reconocer inteligencia en otro», se da cuenta de que, desde el principio, Piggy es el más sabio, pero todos se burlan de él: es gordo, asmático, miope… Jack es fuerte, decidido, duro y con afán y dotes de mando.

Pronto surge la necesidad de coordinar la acción, es decir, «necesitamos un jefe que tome las decisiones». Como era de esperar, Jack se postula. Hay votación. Todos saben que Jack es el más capaz, que Piggy es el más inteligente… pero sale elegido Ralph.

La jefatura de Ralph se apoya pronto en la sabiduría de Piggy. Jack y Ralph son jóvenes fuertes, sanos, disfrutan de la vida y son, por eso, impulsivos y egocéntricos. Piggy, por el contrario, posee la sabiduría que da el sufrimiento: «Me he pasado tanto tiempo en la cama que he podido pensar algo. Conozco a la gente. Y me conozco».

Jack cuestiona el liderazgo de Ralph y establece su particular objetivo: cazar, conseguir carne. Y es un objetivo importante para que todos, la sociedad de la isla, salgan adelante. Así lo reconoce Ralph pero establece otra prioridad: mantener viva una hoguera.

Es necesario comer, sí. Pero Ralph señala otras necesidades también básicas que vienen expresadas en «la doble función de la hoguera. Lo primero, indudablemente, era enviar al espacio una columna de humo mensajero; pero también servía de hogar en momentos como aquéllos y de alivio hasta que el sueño les acogiese».

En definitiva, el modelo de sociedad de Ralph integra el quehacer de Jack pero a la tarea de cazar para alimentarse, añade la necesidad de sentirse en un hogar y, finalmente, asume las limitaciones: necesitan ser salvados. En definitiva, su modelo de sociedad intenta cubrir las necesidades de alimento y abrigo así como las de seguridad y afecto al tiempo que se abre a la necesidad de ser salvados por una instancia externa.

La idea de sociedad de Jack es la tribu. Un modelo basado en el poder. Fuerza para causar daño e imponer la voluntad del jefe, exaltación de los aspectos más primarios de los individuos mediante «el cántico de la tribu», la pintura del cuerpo que los hace irreconocibles; la integración en este tipo de colectividades se hace a costa de la desintegración de la individualidad. Y la individualidad tiene que ver con la racionalidad. En el mundo de Jack no hay sitio para Ralph ni lo que él representa: se impone la fuerza, se come pero ya no hay afecto, no hay hogar, no hay esperanza de ser rescatados.

Jack y Ralph son, en definitiva, «como dos universos distintos de experiencia y sentimientos, incapaces de comunicarse entre sí».

Ralph no entiende por qué le odian tanto «sólo por tener un poco de sentido común», sólo por intentar cuidar de todos, sólo por querer «tener una hoguera para que nos rescaten». Todos han cedido ya al placer de la barbarie o a la fuerza de los otros, ya se han comedido varios asesinatos, ya hay quien ha asumido la legitimidad y el placer de matar. Son salvajes.

Debemos a Platón la genialidad de mostrar que las dimensiones que concurren en la construcción de la personalidad individual son reconocibles también como instancias presentes en las sociedades humanas. La fuerza, el impulso bruto, puede siempre imponerse sobre la sensatez. Es una obviedad que queda constatada en el relato de Goding; Platón añadiría, y no es menos cierto, que el impulso ciego tiene más fuerza que la voz de la razón en la vida de los individuos.

No parece que Rousseau y sus seguidores contemporáneos acierten. Más bien parece que hay una tendencia natural al mal y la violencia en el ser humano; así como una innata orientación hacia lo bueno y lo mejor.

Jack quiere hacer prevalecer la fuerza, la barbarie. Quiere aniquilar a Ralph. No quiere oír hablar de cosas de débiles como el hogar o la salvación. Y da caza a Ralph. Incendia la isla sin darse cuenta de que enciende así una hoguera descomunal. Y llega la salvación cuando ya todo parece perdido que es, precisamente, cuando más falta hace.

Dándole la razón al poeta que, desde el principio sabe que la esperanza es lo que nos mantiene en pie. En peligro, sí, pero como humanos ya que “donde está el peligro, allí surge también la salvación”.

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